Fin
Está lloviendo. No está lloviendo. Está lloviendo. Carajo. No veo nada. Camino hacia adelante. Mi estómago grita. Qué hambre, por la mierda. No sé nada. No sé qué me espera adelante. El barro, la noche, el frío, el hambre, el puto dolor de cabeza que no se irá, lo sé, no se irá.
Si tan sólo Sara... no. Sara no existe. Existirá, eventualmente, cuando logre distinguir su cara entre la noche y sus nubes y su niebla que, lo reconozco, aquí en Santiago apenas si merece llamarse niebla y sólo un par de noches al año. Seguro que en una de esas noches tan raras - buscadas por coleccionistas, lo sé - se paseará Sara por alguna calle tan cerca de aquella por la que camino que sería ridículo que el azar nos juntase, porque eso no pasa en las ciudades cuadriculadas, sólo en las ciudades literarias. Y de ésas nadie puede salir, son círculos infernales donde todos caminan el mismo paseo cada día.
Creo que tengo fiebre. Y la lluvia que no se decide a caer. O quizás se evapora al tocar mi cuerpo. O quizás sólo quiere bañar a Sara y tocarla, besarla, recorrerla. Y a mí dejarme sucio y maloliente. El barro.
Yo sé que la noche me dejará verla. Yo sé que no quiere librarse de mí. Yo sé que Sara no corre con miedo por las calles, pensando que puedo encontrarla y perseguirla sin descanso hasta la vitrina de cualquier librería. Ningún libro la defenderá.
Y luego me la llevaré.
Quién de todas estas mujeres será Sara. Cuántas de todas estas mujeres realmente existen. Desde cuándo es que estoy muerto sin darme cuenta. Quién me habrá volado la tapa de los sesos. Cómo logrará Sara distinguirme de las sombras que no son fantasmas.
No deberían dejar a los muertos pasear solos por las calles. A los muertos no nos debería doler la cabeza. Ni darnos fiebre.
No debería haber soñado con Sara antes de encontrarla.
Pero quizás esté en casa, después de todo. Quizás me quite la ropa mojada y quizás no estoy tan muerto después de todo. Quizás no soy invisible.
Quizás sólo soy translúcido.
Si tan sólo Sara... no. Sara no existe. Existirá, eventualmente, cuando logre distinguir su cara entre la noche y sus nubes y su niebla que, lo reconozco, aquí en Santiago apenas si merece llamarse niebla y sólo un par de noches al año. Seguro que en una de esas noches tan raras - buscadas por coleccionistas, lo sé - se paseará Sara por alguna calle tan cerca de aquella por la que camino que sería ridículo que el azar nos juntase, porque eso no pasa en las ciudades cuadriculadas, sólo en las ciudades literarias. Y de ésas nadie puede salir, son círculos infernales donde todos caminan el mismo paseo cada día.
Creo que tengo fiebre. Y la lluvia que no se decide a caer. O quizás se evapora al tocar mi cuerpo. O quizás sólo quiere bañar a Sara y tocarla, besarla, recorrerla. Y a mí dejarme sucio y maloliente. El barro.
Yo sé que la noche me dejará verla. Yo sé que no quiere librarse de mí. Yo sé que Sara no corre con miedo por las calles, pensando que puedo encontrarla y perseguirla sin descanso hasta la vitrina de cualquier librería. Ningún libro la defenderá.
Y luego me la llevaré.
Quién de todas estas mujeres será Sara. Cuántas de todas estas mujeres realmente existen. Desde cuándo es que estoy muerto sin darme cuenta. Quién me habrá volado la tapa de los sesos. Cómo logrará Sara distinguirme de las sombras que no son fantasmas.
No deberían dejar a los muertos pasear solos por las calles. A los muertos no nos debería doler la cabeza. Ni darnos fiebre.
No debería haber soñado con Sara antes de encontrarla.
Pero quizás esté en casa, después de todo. Quizás me quite la ropa mojada y quizás no estoy tan muerto después de todo. Quizás no soy invisible.
Quizás sólo soy translúcido.
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