sábado, septiembre 06, 2008

Sesenta y cuatro

Y cuando creo que estoy muerta no lo estoy.
Y luego.
Cuando creo que me atropellaron y me rebanaron las piernas y agonizo y moriré proximamente, tampoco.
Y después.
Cuando creo que me dio algún ataque extraño y no volveré a moverme ni a articular palabra alguna en lo que me queda de vida, un eterno vegetal, resulta que parpadeo, levanto medio cuerpo y siento algo parecido a un puñetazo que me sale por la boca, desde lo profundo de mis pulmones y vuelvo a respirar después de un minuto o quizá más sin hacerlo.
Lo siguiente es que una abuela y un tipo sonriente y medianamente atractivo me levantan, la abuela busca un pañuelo y me lo pasa por la cara, el tipo medianamente atractivo sigue sonriendo mientras me mira las tetas - él cree que no le veo los ojos detrás de los lentes de sol -, algunos curiosos se acercan, otros se van, escucho voces diciendo que soy pobrecita, que soy loca, que soy hueona. La abuela me dice que vaya a un hospital. El tipo me dice que vayamos a su casa para que me de un vaso de agua. Como habla sin cambiar su sonrisa - con los dientes apretados - considero que lo más juicioso y apropiado es preguntarle si es ventrílocuo.
Para cuando me doy cuenta de que pregunté una estupidez el tipo ya ha perdido la sonrisa. Definitivamente juzga que estoy loca y resulta ser del tipo de hombre al que no le gustan las locas o, mejor dicho, no es del tipo inocente que cree que puede lidiar con una loca, así que me lanza una última sonrisa - aún más falsa que las anteriores - y se retira como un mago, caminando hacia atrás y haciendo un gesto que se vería bien si usara sombrero.

Me quedo con la abuela. Nos miramos y ambas sabemos que la otra sabe que el tipo aquel era un cretino. Me deja sentada en la terraza de un café donde me sirven un vaso de agua. Me aconseja por última vez que vaya a ver a un médico y se va. Para entonces ya no quedan testigos de mi desmayo / parálisis momentánea / cortocircuito / lo que sea. Y como ya no soy el centro de atención y estoy cansadísima -como si me hubiesen atropellado...- decido quedarme aquí. Pido un capuccino y busco en mis bolsillos hasta encontrar la cajetilla de cigarros completamente arrugada. Uno a uno saco los cigarrillos y compruebo que están rotos. Finalmente aparece uno que, a pesar de lo arrugado, aún resiste. Lo enderezo un poco y me lo pongo en la boca mientras busco el encendedor.

Pero no hay suerte. No lo encuentro por ninguna parte. Supongo que se me habrá caído antes. Echo un vistazo a las otras mesas, pero no hay nadie fumando. Debería rendirme y guardar el cigarro, pero tengo demasiadas ganas de fumar, así que me pongo a mirar a la gente que pasa, a ver si alguna va con un cigarrillo encendido.

Pero no hay suerte. Parece que nadie fuma en esta puta ciudad.

Y en eso, la guinda de la torta. Aparece un niño. Lo que significa que voy a recordar algo, pero antes voy a sentir cómo mi cabeza da vueltas y mi memoria crece, se reordena y acomoda. Una sensación no muy agradable. Y si el recuerdo es triste, será peor. Han pasado demasiadas cosas hoy. Demasiadas. Si recuerdo algo triste, seguro que me pongo a llorar. Y no quiero llorar en plena calle.

Como siempre, el niño se acerca, sonriente. Una sonrisa que encuentro cada vez más vacía. No sé si será por mi estado de ánimo, pero hasta la encuentro algo burlesca. No me gusta. Quiero que desaparezca rápido, junto con el resto del niño.

Pero no hay suerte. El niño se queda ahí, mirándome, como si esto fuera una película y ahora me tocara hablar a mí. Muy bien, pienso, si tengo que hablar, es un buen momento para decirle que él y los demás niños pueden irse a la mierda, y que me dejen de huevear de una buena vez. Así que abro la boca para decírselo. Pero, al hacerlo, se me cae el cigarro que aún estaba ahí.

El niño sonríe aún más y le brillan los ojos. Luego se agacha y recoge el cigarrillo. Me lo pasa y, acto seguido, saca de su bolsillo un encendedor. 

Vuelvo a ponerme el cigarrillo en la boca y espero que acerque su pequeña mano con el encendedor. El chispazo de la piedra me hace pestañear, y cuando vuelvo a abrir los ojos me llevo una sorpresa. Donde antes estaba el niño, ahora hay un tipo de mi edad, sonriendo mientras sostiene el encendedor. Lleva traje negro, camisa blanca y corbata lisa. Es atractivo. Muy atractivo.

No deja de mirarme ni de sonreír en ningún momento, y para cuando me doy cuenta de que lo estoy mirando con cara de estúpida, ya siento cómo me voy poniendo roja. Esto lo hace sonreír aún más. Su sonrisa no me parece vacía como la del niño, aunque algo raro tiene.

-¿Y el niño?

-¿Qué niño?

-El que estaba aquí antes. El que me prendió el cigarro.

-Yo te lo prendí.

-¿Me estás diciendo que tú eres el niño de antes?

-No soy un niño - Gran sonrisa. Como si le dijera algo obvio a una estúpida.

-Ya veo que no, pero tienes su encendedor y dices que hiciste lo que él hizo. Entonces...

-Nunca hubo un niño. No hay niños. No en este tipo de cosas.

lunes, junio 18, 2007

Sesenta y cinco

... una gran y solitaria nube que de a poco de a poco de a poco se va pareciendo más y más a un gigantesco algodón de azúcar poniéndose cada vez más rosada a medida que el Sol se hunde entre los edificios vaciándose de gente que huye hacia sus casas como hormigas en sus autos como un juego de computador como olvidándose un poco de todo algunos con una cerveza y unos amigos en cualquier parte riéndose sin saber muy bien de qué o de quién esperando saber cada vez menos cosas a medida que la cerveza va haciendo efecto a medida que el Sol se va hundiendo y las calles se llenan de gritos y risas y conversaciones y bocinas y música de músicos callejeros y música de radios de auto y música de audífonos conectados a miles de orejas cada par con una melodía diferente cada cabeza con un distinto pensamiento y las miradas que no se cruzan entre la gente que se cruza y se topa y se empuja y espera paciente o impaciente que la luz se ponga verde para poder seguir huyendo algunos no saben dónde pero no dejan de caminar ni de mirar ni de escuchar sin avanzar ni ver ni oír ni recordar ni olvidar totalmente concentrados en no fijar la mente en el más mínimo punto dejarla libre volando como una nube como un algodón de azúcar como un Sol que se no hunde como una risa ebria que se contagia y expande como un recuerdo borroso y deforme como un reflejo en el agua que parece aclararse antes de que un niño sonriente y maldito arroje una piedra y borre toda figura reconocible de la superficie del agua ahora sólo cubierta por ondas concéntricas por circunferencias hipnóticas por el horror escondido en el fondo del mar o en el fondo del pozo o en la habitación del fondo tapada por un muro de piedra hecho a prisa y torpemente en la vieja casona de la memoria ahí donde ya no hay puertas o ventanas ahí donde sólo quedan papeles y puntas de lápiz para escribir testamentos que nadie ni siquiera nosotros mismos leeremos algún día ningún día tomar una punta de lápiz con los dedos sucios y heridos y escribir en el papel asombrosamente blanco hoy he visto una nube rosada como un algodón de azucar y he sentido las ganas irrefrenables de salir volando hacia el cielo y abrir la boca y llenarme la lengua de nube dulce y rosa escribir no como si fuese un deseo no como si fuese un simple recuerdo escribir como si fuese la verdad escribir la verdad y luego leer la verdad y luego saber que fue cierto y luego o mejor dicho mucho tiempo después recordar lo que fue cierto lo que realmente sucedió el hecho sencillo de volar por sobre las cabezas y los edificios y el Sol hundiéndose para alcanzar una nube rosa y dulce y luego descender sonriendo y no enteder mucho de nada ni las manos ni las voces ni las caras ni los autos detenidos ni los automovilistas furiosos ni las bocinas ni los gritos ni la luz roja como un tomate como manzana como un charco de sangre roja pero no dulce.

domingo, mayo 27, 2007

Sesenta y seis

Una dice quiero hacer esto o voy a hacer esto otro y suena tan fácil. Pero llegar a hacerlo puede bastante más complicado.
Es mi caso.
Quiero recordar a Rodrigo Haym, dije. O pensé, más bien. Y ahora, ¿qué?
No sé cómo hacer eso. Mis recuerdos dependen de esos niños y no sé cómo hacerlos aparecer más rápido. Tampoco sé cómo elegir el recuerdo que me devolverán. Podrían aparecer mil niños en este momento y hacerme recordar mil recetas de cocina. Bueno, no creo que haya sabido nunca mil recetas de cocina, pero se entiende.
Hablando del rey de Roma, y uno de los niños que se asoma. Éste aparece por la ventana. Supongo que se dejó caer desde el techo del edificio, o flotó desde la calle hasta acá, o simplemente apareció en el marco de la ventana. Ya no me sorprende nada respecto a ellos.
Desaparece después de abrazarme y espero concentrada el regreso de mi recuerdo. Pero después de diez minutos mirando hacia el techo y las paredes, decido que me veo ridícula y que no he recordado nada. No puede ser, me digo, siempre me doy cuenta. Y no acepto que ahora me vengan a cambiar las reglas estos pendejos de mierda. Exijo mi recuerdo.
Pero no pasa nada. Me enfurezco. Y como me enfurezco y mis ataques de furia son extremadamente civilizados, tomo el libro de Kundera, la cinta con el texto completo grabado en ella y parto donde el abuelo, esperando que caminar y tomar aire me hagan pasar este mal rato.
Resulta. Cuando llego a mi destino ya estoy de mucho mejor humor. Antes de entrar a la casa preparo mi mejor sonrisa. Luego recuerdo que ahí dentro no hay luces y me río de mi estupidez mientras cruzo el umbral.
A los diez pasos vuelvo a quedar tan perdida como la primera vez. No es fácil acostumbrarse a la oscuridad, sobre todo si no te gusta.
Finalmente distingo las pequeñas rendijas de luz y asumo que he llegado al despacho del abuelo. Intento distinguirlo pero no logro ver nada. Intento concentrarme para distinguir su respiración entre la multitud de sonidos insignificantes que forman el silencio a mi alrededor, pero no funciona. En eso estoy cuando siento una mano en mi hombro y, junto con pegar un salto, suelto un
ay que casi podríamos llamar grito.
El abuelo se dirige al escritorio sin decir nada. No logro oír sus pasos. Tampoco su respiración. Si ahora me dijese que es un fantasma podría creerle. Pero en lugar de eso me dice
-¿Ya terminó con Kundera?
-...
-¿Señorita?
-Eh... sí. Aquí está todo.
-Perfecto. Comprenderá, por supuesto, que debo escuchar la cinta para comprobar que ha hecho su trabajo.
-Por supuesto.
-Pero la novela es larga, y no hace falta que usted pierda el tiempo aquí conmigo, revisando esto. Mejor sería que le entregue otro libro para que pueda irse.
-En realidad no es molestia...
-Pero a usted no parece gustarle la oscuridad, y aquí no hay luces que encender.
-Ah.
-Así que veamos qué libro le doy ahora.
El abuelo se acerca al estante con libros y comienza a buscar. Yo también me acerco para poder fijarme un poco más en lo que hace, o más bien en cómo lo hace. Va pasando su mano por los lomos de los libros, sin mirarlos. A veces se detiene en uno y le pasa las yemas de los dedos de arriba a abajo, lentamente, y después sigue. Hasta que se detiene en un librito pequeñísimo. La mano le tiembla un poco, pero al final sigue buscando. Por alguna razón, le digo
-¿Por qué ése no? Lo pensó bastante.
-Ése es el libro más triste del mundo. No se lo voy a dar.
-¿El libro más triste del mundo? ¿Qué libro es?
-
El Principito.
Me quedo callada un rato. No porque no tenga nada que decir, sino porque tengo tantas cosas que decir que se me agolpan en la garganta y no salen. Finalmente me coordino y logro casi-gritar
-¿
El Principito el libro más triste del mundo? ¿Cómo puede decir eso?
-Es cierto.
-No, no lo es. Ése libro es bello.
-Sí, es bello. Pero también es el más triste del mundo.
-Discúlpeme, pero usted está loco.
-Ojalá lo estuviese. No, estoy más cuerdo que la mayoría de la gente de mi edad. Y eso no es como para vanagloriarse. A estas alturas de la vida, un poco de locura no viene nada de mal.
-No me cambie el tema. Ahora mismo me va a explicar cómo es que
El Principito es el libro más triste del mundo.
-De verdad, no me gustaría tener que hacer eso.
-Pues lo va a hacer o ahora mismo me lo llevo y lo grabo.
Luego de decir eso tomé el libro y me alejé un poco del abuelo. Éste se quedó inmóvil un rato; luego suspiró y se acercó a su escritorio.
-Muy bien. Usted gana.
-Adelante. Lo escucho.
-Habrá oído usted eso de que
El Principito es un libro distinto según a qué edad se lee.
-Sí.
-Pues és verdad, pero sólo a medias. En realidad, sólo tiene tres lecturas, según mi modo de ver.
-...
-La primera es típica de los niños. La boa y los baobabs son divertidos, la rosa es tonta y pesada, el final no se entiende muy bien pero igual es triste. Y la parte del zorro y la domesticación suele ser pasada por alto o interpretada directamente.
-¿Directamente?
-El zorro quiere seguir siendo salvaje porque es su natursaleza. Es fácil que los niños lo relacionen con el pajarito que ven en un árbol y quisieran tener, pero la madre les dice que sufriría en una jaula.
-Ya. ¿Y las otras lecturas?
-La segunda es en la juventud. El libro sigue siendo divertido pero ahora los centros de atención son los distintos planetas que visita
El Principito y la parte del zorro. Cualquier joven medianamente leído tomará los distintos planetas como una especie de crítica social escondida. Muchos profesores enseñan que hay que buscar ese tipo de cosas en todos los libros. No los culpo, pero es una tontería. Cuando están, están, y cuando no, pues no.
-¿Y aquí no están?
-Yo no lo llamaría crítica social. Sólo parodia. La diferencia es que no creo que Saint-Exupéry haya ido en serio.
-¿Y la parte del zorro?
-Ésa parte es fácil. El zorro es la juventud, la libertad.
El Principito es la sociedad, pero sobre todo la familia. A los jóvenes no les cuesta nada tirarle una piedra a un carabinero, a una vitrina, a una autoridad. Romper con esas ataduras es sencillísimo. Pero jamás podrían tirarle una piedra a sus madres. Dudarían incluso de lanzar la piedra contra una ventana de la propia casa. Lo que no quiere decir que no les gritarían de todo a los padres; pero difícilmente lograrían librarse de ellos.
-Bueno, digamos que eso es cierto...
-Al final siempre lo es, a menos que uno muera joven y no pueda comprobarlo.
-Está bien. ¿Y la tercera lectura?
-La tercera lectura se centra en la rosa y en el zorro. Al menos es lo que yo pienso.
-¿Y qué significan esa vez?
-Está claro que la rosa es el amor perdido. La media naranja, el alma gemela, la persona perfecta que, al envejecer, nos damos cuenta de que sí conocimos, de que sí se nos cruzó en el camino, pero la perdimos. Claro, hay casos en que el final es feliz y esa persona duerme a nuestro lado, si es que aún no ha muerto, pero hay otros en que no. Para los casos felices, la rosa varía un poco en su significado y se transforma en algun amor de juventud que recordamos como algo muy especial.
-¿Y el zorro?
-El zorro somos nosotros, y la domesticación es la muerte. Es entregarse con total desprendimiento al concepto de vida que tenemos, es decir, aceptar el hecho de que vamos a morir y que, en el intertanto, deberíamos intentar pensar en otras cosas y ser felices. En pocas palabras, aceptar la vida como es.
-Bueno, hasta ahora yo no veo que el libro sea tan triste.
-Así como se lo estoy diciendo, claro que no.
-¿Y entonces?
-A veces pasa que uno lee
El Principito y efectúa una lectura que no le corresponde. O sea, un viejo leyéndolo como niño... o un niño leyéndolo como viejo.
-¿Y?
-Cuando un viejo lo lee como niño, o el viejo tiene demencia senil, o simplemente busca recordar su infancia y no hay ningún problema. Pero cuando un niño lee
El Principito como si fuese un viejo, queda frente a frente con el concepto de la muerte como hecho inexorable cuando todavía no es capaz de medir el tiempo como un adulto, y por lo tanto mañana puede ser mucho tiempo, pero también puede ser muy poco.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Un niño no es capaz de saber cuánto tiempo se tarda el Principito en domesticar al zorro, es decir, cuánto dura normalemente una vida. Sólo sabe que pasa un tiempo, un tiempo que no es narrado. Para ellos es instantáneo. La muerte llega pronto. Y a la hora de morir, uno llora y siente pena, tal como dice el zorro. De pronto, el niño descubre que pronto sentirá una gran pena y llorará, y no puede hacer nada para evitarlo. Suena ridículo, pero piense en un niño imaginándose eso. Pensando que pronto va a morir y no podrá hacer nada para evitarlo.
-Bueno, lo pienso y es aterrador. Pero qué quiere que le diga, me parece algo demasiado descabellado como para que llegue a suceder.
Mientras noto, en la penumbra, que el abuelo abre la boca para responderme, me doy cuenta de lo que recordé con el último niño: tengo talento para decir cosas que después resultan ser horriblemente inapropiadas.
-Sí, es descabellado, pero a mi hijo le pasó. Se volvió loco a los siete años por culpa de
El Principito y murió a los trece sin haberse recuperado. No, en realidad no murió. Se suicidó. Si me lo pregunta, ése es el libro más triste del mundo.

martes, abril 03, 2007

Sesenta y siete

Encerrada.
Para que no me encuentre.
Quizá, incoscientemente, ése era el plan.
Después de darme cuenta seguí encerrada.
¿Eso quiere decir algo?
No lo sé. Ya no importa.
Estoy afuera. Estoy dentro de una librería de viejo y, por alguna razón, siento que es el peor lugar para esconderme de él.
La librería está vacía. Cuando entré había un tipo de mi edad sentado en un escritorio. No me prestó mayor atención. Al rato se me acercó y me preguntó si buscaba algo. Le dije que sólo miraba. Puso cara de ofendido y salió de la librería. Ahora estoy sola aquí.
Cada vez que devuelvo un libro a su lugar correspondiente tengo la sensación de que él va a entrar.
No recuerdo su cara, ni su cuerpo, ni su ropa, ni nada. Pero siento que va a entrar y sabré que es él.
No quiero que pase. No quiero que entre. No quiero que me encuentre.
Y entonces, ¿qué hago aquí?
Decidí salir de la casa. Luego de pensar en que quizá me estaba encerrando para huír de él, el departamento se hizo grande, mucho más grande de lo que en realidad es. El techo se hizo más alto, la pieza más espaciosa. No me gustó.
Y, de pronto, un día, sentí como si las paredes ya no pudiesen crecer más, como si se hubiesen estirado demasiado, y de pronto comenzaron a encogerse violentamente, como elásticos tensados al máximo y luego puestos en libertad.
Todo comenzó a encogerse, todo hacia el centro que era yo, y antes de desaparecer en mi encierro, tragada por mi propia casa, abrí la puerta y salí corriendo.
Luego de un café y un cigarrillo pude tranquilizarme y decidir que, ya que estaba fuera, bien podía dar un paseo para que, al volver, la sensación de encierro no volviese a producir cambios dimensionales perturbadores.
Las calles estaban frías. El día estaba nublado. La gente caminaba apurada.
Las paredes de piedra de los edificios más viejos soltaban una rara humedad que antecede a la lluvia. Una humedad que no se siente al tocar las paredes, pero puede olerse en el aire. El sudor de la roca.
Dando vueltas y vueltas terminé frente a la vitrina de la librería. Miré al interior y sólo estaba el tipo de mi edad en el escritorio, leyendo en silencio. Comprendí que no encontraría un lugar más tranquilo que ése y decidí entrar para ordenar mi cabeza mientras examinaba libros.
Y ahora me quedé sola en este lugar, en completo silencio.
Tomo un libro. Alicia en el país de las maravillas pienso en el crecimiento y posterior encogimiento de mis paredes y a través del espejo y en lo difícil que es mirarme al espejo y apuntarme con el dedo y decir ésa soy yo cuando me faltan tantos recuerdos Fantasmas y a veces me pregunto incluso si estoy viva, si no soy más que un recuerdo de alguien Pygmalion pero cómo un recuerdo va a tener vida propia, cómo un recuerdo va a tener recuerdos, aunque ahora no los tenga pero los vaya recuperando, déjate de estupideces, eres real Recuerdos inventados y si yo soy real, entonces quizá él sea un recuerdo, un recuerdo inventado que me forcé a mí misma a creer que era real, o quizá me sugestionaron las palabras del Tuerto, quizá a él tampoco lo conocía y e inventé su recuerdo ahí mismo, quizá todo es mentira, quizá lo único real seamos yo y estos libros Relatividad conceptual no, carajo, no, basta ya de paranoia, relájate, relájate y piensa bien Un mundo feliz sí claro Ilusiones ya no más, por favor, mejor me devuelvo a mi casa La prisionera mejor no La fugitiva pero por qué huyo El tiempo recobrado ¿puede recuperarse el pasado? ¿puede dejar de ser un recuerdo? Y si ya no se tiene ese recuerdo, ¿cómo recuperarlo? La ignorancia no recordar es no saber La identidad no saber es no haber vivido Confieso que he vivido viva el sarcasmo, piensa en otra cosa, trata de saber, trata de recordar, ¿recordar qué? algo que te lleve a tu pasado El amante trata de recordar a Rodrigo Haym El libro de las preguntas ¿cómo era su voz? ¿como eran sus ojos? ¿cómo eran sus manos? ¿cómo sonaba su risa? ¿por qué me enamoré de él? ¿lo hice? ¿cómo...?
Entonces entra un niño en la librería. Un niño hermoso. Un niño que se ríe.
Se acerca a mí y comienza a desdibujarse. Antes de desaparecer, deja de reír, me mira a los ojos y abre la boca. Su mirada duele.
Si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no lo encuentras pierdes.
Eso dice.
Y despaparece.

Y luego desaparezco yo, de la librería. Suelto el libro en mi manos - Me voy - y salgo corriendo, con la cabeza baja, para que nadie vea que estoy llorando. De pena. Y sonriendo. De algo que no sé si es alegría pero definitivamente es algo cálido y agradable.
Puedo recordar las manos de Rodrigo Haym. Y es un recuerdo cálido y agradable.
No logro recordar el resto. Pero ahora quiero hacerlo.

sábado, marzo 24, 2007

Sesenta y ocho

Despierto y me hago un café.
La verdad es que me gusta más el té, pero a veces me dan ganas de un café bien hecho, un café que me deje un buen sabor de boca. Un café...
Eso lo recuerdo. No sé por qué, pero lo recuerdo. Quizá algún niño apareció mientras dormía y me permitió recordarlo. La razón por la cual me gusta tomar café a veces, la razón por la que a veces me gusta sentir el sabor del café en mi boca, eso no lo recuerdo. Me da pena no recordarlo porque la sensación es muy agradable, pero a la vez me provoca algo de nostalgia.
Lo bueno es que tengo algo que hacer, así que no puedo quedarme pegada en la nostalgia y amargarme el día.
Tengo que leer. En voz alta. Y grabarme.
Ya grabé la primera parte de El Libro de la Risa y el Olvido. Según la contratapa, es una "novela de variaciones", así que probablemente la tristeza de la primera parte se repita en las otras seis. No es una tristeza romántica, en todo caso, sino al contrario; una tristeza fría, una tristeza ocre. La tristeza que viene después del romance, ya sea entre dos personas o entre una persona y una idea, o una causa, o cualquier otra cosa. Una mezcla de risa incontrolable e injustificada y un olvido inexorable y cruel.
Una risa que termina provocando pena.
Toda relación amorosa se basa en una serie de convenios que, sin escribirlos, los amantes establecen imprudentemente durante las primeras semanas de amor. Están todavía como en sueños, pero al mismo tiempo redactan como abogados implacables las cláusulas detalladas del contrato. ¡Oh amantes, sed cautelosos durante esos peligrosos primeros días! ¡Si le lleváis al otro el desayuno a la cama os veréis obligados a hacerlo siempre, a menos que queráis ser acusados de desamor y traición.
Ese pasaje tuve que grabarlo tres veces. La primera vez me largué a reír. La segunda vez casi me puse a llorar. Sólo la tercera vez logré leerlo de forma adecuada y seguir con el resto del libro.
Entiendo por qué me dio risa, no por qué me dio pena. Pero sigo leyendo para no pensar en esa pena.

--- o ---

No tengo muchas ganas de levantarme. Me quedo dando vueltas en la cama, envolviéndome en las sábanas, dejando que pasen suavemente por mis piernas, por mi espalda, por mi vientre. Saco la almohada y al rato vuelvo a ponerla bajo mi cabeza. Finalmente me tiendo boca arriba y abro los ojos. Busco las ganas de levantarme en el techo. No están.
Me levanto brevemente a buscar una taza de té, el libro y la grabadora y vuelvo a acostarme. Miro por la ventana y descubro que está nublado, y entiendo por qué no quiero levantarme. No me gustan los días nublados.
Karel está todavía lleno de la belleza de la noche. Sabe perfectamente de que de mil o dos mil veces que se hace el amor (¿cuántas veces ha hecho el amor en la vida?) sólo quedan dos o tres verdaderamente esenciales e inolvidables, mientras que las demás son sólo regresos, imitaciones, repeticiones o recuerdos. Y Karel sabe que la de ayer fue una de esas dos o tres veces y lo llena una especia de inmensa gratitud.
Detengo un momento la grabadora y me quedo pensando. Claramente no habría mucho que pensar si esto lo hubiese grabado normalmente, pero justo ahora se me había ocurrido la genial idea de grabar en la cama. Una cama grande, la de este lugar. Una cama que me queda grande, donde debo verme pequeña.
¿Sólo dos o tres veces esenciales, inolvidables? Yo sólo recuerdo una vez, con el Tuerto. Sé su nombre, lo recordé después del tiroteo, pero también recordé cómo perdió ese ojo y todo lo que perdimos los dos, lo que perdí yo, junto con ese ojo. Y recordé que me prohibí pronunciar de nuevo ese nombre y lo llamé Tuerto como todos los demás hicieron, y así logré establecer una barrera entre los dos.
Una barrera que él ni miró. Una barrera que construí para impedirme a mí misma volver a acercarme.
Y ahora sólo recuerdo esa vez en que hice el amor con él y con la lengua me guardé una gota de su sudor. ¿Qué intentaba guarar? ¿Qué parte de él quería dejar dentro de mí a través de ese acto? No recuerdo nada más que el acto, su cuerpo, los hechos.
De Rodrigo Haym no recuerdo ni la mirada, pienso, y quiero envolverme en las sábanas de nuevo. Pero en lugar de eso enciendo la grabadora y sigo leyendo.

--- o ---

Ha vuelto el Sol y eso basta para que el día sea maravilloso y vuelvan mis ganas de levantarme temprano. Me doy el lujo de alargar la ducha tibia porque sé que apenas salga del baño comenzaré a hacer cosas sin parar hasta que sea hora de irse a dormir. Éste será un día muy activo, pienso mientras me visto sin prisa, con ropa nueva, como celebrando este día que promete tanto.
Pero al rato estoy sentada en un sillón, mirando por la ventana, intentando escapar del influjo del libro y la grabadora. No tengo nada más que hacer.
En realidad, podría salir a la calle e intentar buscar a Rodrigo Haym. No puede ser tan difícil, me digo. Pero también me digo que sin duda será peligroso. Luego de los disparos, cualquier cosa puede pasar. ¿Y si esos tipos, aunque perseguían al Tuerto, me vieron - o peor aún, me reconocieron, me asociaron a él - y ahora también me buscan para matarme?
No tengo ganas de salir a la calle, me digo. No tengo ganas de meterme en problemas. No tengo ganas de volver a toparme con el Tuerto otra vez.
Me imagino el mundo creciendo hacia arriba alrededor de Tamina como una pared circular, y ella es un pequeño trozo de césped allá abajo en el fondo. De ese césped crece el recuerdo del marido como una única rosa.
No, no es eso.
O me imagino que el presente de Tamina (compuesto de servir el café y de ofrecer su oreja) es una barca que de desliza por el agua, y ella va sentada en esa barca y mira hacia atrás, sólo hacia atrás.
No es eso. No puede ser.
Pero en los últimos tiempos está desesperada, porque el pasado palidece cada vez más.
No tengo pasado. Como si hubiese palidecido demasiado. Tanto que se ha hecho trasparente y ya no puedo verlo.
¿Es que acaso no quiero buscar a Rodrigo Haym porque no quiero encontrarlo?
¿Estoy encerrada aquí para evitar que me encuentre?

--- o ---

Sigo leyendo.

lunes, marzo 05, 2007

Sesenta y nueve

Correr sin pensar. Sólo correr hasta que el ruido de los disparos desaparezca. Aunque hace varias cuadras que sólo está en mi cabeza.
¿Dónde estoy? Podría ser la pregunta más importante para una persona normal, pero en mi caso da más o menos lo mismo. Todos los lugares son igual de desconocidos para mí.
Y sin embargo basta mirar en cualquier dirección para sentir un aire familiar. No solo aquí, sino en todas partes.
Probablemente ya haya recorrido todas estas calles. Probablemente alguna de esas ventanas sea la de mi casa. Pero todo es igual. Ese aire familiar no varía, se mantiene tenue dondequiera que mire.
¿Dónde estoy? Ni siquiera vale la pena preguntar, porque me darían un nombre que no me diría nada.
El tuerto - vaya, no recuerdo su nombre y olvidé preguntárselo - era mi única esperanza de saber cosas sobre mi pasado. Él podría haberme llevado a mi casa. Habría visto a mi familia. Habría comido cosas con un sabor familiar. Habría dormido en mi cama.
Aunque, pensándolo bien, sin recordar todas esas cosas, seguirían siendo ajenas a mí.
Tampoco podré encontrar a Rodrigo Haym, que al parecer es a quién debo encontrar.
Es un poco ridículo pensar que fui su mujer y no poder recordarlo. ¿Qué pasará si lo encuentro? ¿Bastará con verlo para recordar todo? ¿O miraré sus ojos y no me dirán nada?
Odio tener que repetirme hasta el cansancio que no sé nada.
Así que dejo de pensar y decido preocuparme por lo que le pasa a mi cuerpo. Y pasa que mi estómago suena. Tengo hambre.
Busco un café. Doy con una fuente de soda. Reviso mis bolsillos. Ah, el tuerto dejó unos billetes ahí. Quizás sabía que nos separaríamos pronto. Claramente sabía quienes lo perseguían.
Entro y pregunto si tienen café. No, pero tienen té. Está bien. Y un sandwich.
Como despacio para saborear bien el sandwich, porque difícilmente podré gastar el dinero que me queda en más comida. Trato de pensar en qué hacer; necesito un lugar donde dormir, más comida y más dinero. Echo de menos a la abuelita, pero no quiero volver a dormir en la calle. Además, si vuelvo por ahí podría toparme con los que perseguían al tuerto y podrían reconocerme y podría terminar muerta.
Dinero. Necesito dinero. Así que pido el diario y reviso los avisos económicos. Por la cantidad de anuncios, está claro que el mejor empleo por estos días es ser puta, pero no, gracias. También piden choferes para repartir materiales industriales. No sé conducir, o no lo recuerdo. Necesitan vendedoras por catálogo. Podría ser. Vaya, aquí hay algo extraño. Se necesitan personas con buena voz, posibilidad de trabajar en casa, anticipo conversable.
Llamo al mozo y le pregunto si tengo buena voz. El mozo me mira de arriba abajo y sé que enlo último en que se está fijando es en mi voz. Finjo molestarme y se pone nervioso.
Tiene usted una hermosa voz, señorita.
¿En serio?
Por supuesto.
Qué más da. Le creo. Le pago y le digo que necesito el diario, luego le pregunto cómo llego al lugar donde ofrecen el empleo. Lo obligo a recomenzar sus explicaciones tres veces, dándole a entender que nada es obvio para mí. Igual no le molesta, así puede mirarme más tiempo. Finalmente anota todo en un par de servilletas y me despide asegurando que no puedo perderme. Sólo espero que tenga razón.
Tres horas después, y gracias a la ayuda de varias personas, llego a mi destino sudada, emputecida y con dolor de cabeza. Mi destino es una casa vieja sin ningún cartel ni timbre. La puerta está abierta y me deja ver un pasillo muy oscuro, iluminado por dos ventanas mínimas y sin atisbo de luz eléctrica.
Esto me empieza a dar miedo. Ya no parece tan buena idea haber venido. Me doy la vuelta, pero antes de salir escucho una voz lejana que me dice que pase. Hay algo en esa voz que me tranquiliza.
Si es la voz de un asesino en serie, entendería que sus víctimas cayeran redonditas. Su voz hipnotiza.
Comienzo a caminar y descubro tres, cuatro pasillos más, todos a oscuras, ninguna ampolleta, las puertas y ventanas tapiadas. Estoy aterrorizada pero sigo avanzando. Hasta llegara la última puerta, la única abierta. En su interior tampoco hay luz, excepto unos pocos rayos que caen de un techo claramente arruinado. Después de un rato logro distinguir los bordes de un escritorio y a una silueta humana detrás de él.
Pase, pase, adelante.
Vengo por el anuncio del diario.
Cuénteme de su vida.
Me quedo en silencio.
Es para apreciar su voz.
Es que no sé mucho. Al parecer tengo amnesia y no recuerdo casi nada. Sé que me llamo Sara y algunas cosas más que no viene al caso mencionar.
Entonces cuénteme cómo llegó aquí.
Le cuento la historia de cómo vi el anuncio en la fuente de soda y las siguientes tres horas de tortura. Se queda callado un rato. A estas alturas, ya me doy cuenta de que es un anciano. Su voz tiembla y su respiración se basa en resoplidos, pero sigue siendo cálida.
Su voz es hermosa, me dice luego de un rato. Pero no me queda muy claro qué tipo de historias podría relatar su voz.
No entiendo.
Su voz es demasiado hermosa para contar una historia trágica. Y una historia feliz, o ligera, desperdiciaría su voz.
No entiendo.
Déjeme pensar.
¿Podría explicarme...?
Lo tengo. O, en realidad, es sólo una corazonada. Experimentaremos. ¿Necesita un adelanto?
Sí, pero todavía no entiendo en qué...
No me escucha. Abre un cajón del escritorio y saca algo. Luego se levanta con dificultad y camina con dificultad hasta una pared, y saca algo de ella, con dificultad. Descubro que las paredes son estantes. Camina hacia mí, con dificultad, y me pasa tres cosas.
Meintras antes termine mejor, pero en realidad puede tomarse el tiempo que quiera. Lo importante es que salga bien.
Y vuelve a sentarse. Supongo que ya puedo irme.
Me quedo diez minutos bajo el umbral de la puerta principal, mirando el suelo y temiendo que no esté encandilada sino definitivamente ciega. Al fin mis ojos se readaptan al mundo normal y puedo ver qué es lo que me pasó.
Un fajo de billetes.
Una grabadora.
Y El Libro de la Risa y el Olvido, de Milan Kundera.

lunes, febrero 05, 2007

Setenta

Siempre pasa que a uno se le olvida la palabra exacta, justo cuando necesita decirla para que su idea quede completa. Y no hay caso, el cerebro se bloquea y no es hasta un rato después, un día después o un par de semanas después que la palabra baja como una pluma y se posa en nuestra cabeza, cuando ya nadie la necesita.
Siempre pasa que uno se reencuentra con alguien cuya cara dice tanto, provoca la aparición de tantos recuerdos, experiencias y frases en la cabeza, y sin embargo el nombre de esa cara y ese cuerpo no están por ningún lado. Y cuando ya terminó la incómoda conversación que no escuchamos, preocupados de encontrar el maldito nombre, cuando la persona ya se aleja, bingo. Pero claro, si era ***.
La memoria es valiosa. Yo, al menos, no podría vivir sin mis recuerdos. Suena un poco desesperado, si pensamos que estoy en pleno proceso de olvidar todo poco a poco.
Pero no sólo me preocupa la pérdida de los recuerdos. Me preocupan su forma y su veracidad.
Así como estoy, rodeado de niños, no puedo asegurar que los recuerdos que quedan en mi cabeza no se hayan visto afectados, no hayan sido modificados por este proceso de vaciado. Y puedo ponerme paranoico y preguntarme si en realidad esos recuerdos no son sueños, o fantasías, o simplemente invenciones para ocupar el espacio vacío.
Por supuesto, todos mis recuerdos me importan, me conforman como persona, gracias ellos puedo decir que Rodrigo Haym es tal o cual persona. Sin embargo, en este momento desesperado, en que veo como los niños van desapareciendo lentamente, pero sin parar, me puedo dar el lujo de procuparme sólo de lo importante.
Todo esto para preguntarme con pánico si en realidad Sara no será diferente a como la recuerdo, o si acaso existe y no la he inventado.
--- o ---
¿En serio confías en él?
Tú deberías confiar más que yo. Tú lo conoces.
Lo sé. En realidad lo intuyo. Pero no logro recordarlo. Y de todas formas no confío mucho en él.
Bueno, supongo que es entendible, después de todo casi te mata a golpes.
Si es que acaso puedo morir. Si no, me habría golpeado hasta romperme todos los huesos, desfigurarme y más.
No hace falta dar detalles.
Bueno, si tú confías en él, yo confío en tu juicio. Además, si intenta cualquier cosa sólo debes tocarlo.
No seas estúpido. No estoy dispuesta a cargar con más muertos en mi vida.
Perdón. Pero al menos puedes asustarlo con eso.
No parece alguien fácil de asustar.
Y yo insisto en que no confío en él, pero si puede acercarnos a Sara, lo seguiré.
Y ¿en qué pensabas mientras él me contaba su historia con Sara?
¿Te contó de su historia con Sara?
Sí. Puedo contártela si quieres, aunque no obtendrás muchas pistas acerca de su paradero actual. Pero...
Cuéntame.
Primero cuéntame tú lo que pensabas hace un rato.
No es algo agradable. Estaba pensando en la veracidad de mis recuerdos.
¿Hace falta que te tortures más la cabeza?
¿Y qué pasa si Sara no es como yo la recuerdo? ¿Qué tal si en lugar de amarme me odia, o le soy indiferente? ¿Qué tal si en realidad no es la mujer perfecta que estoy buscando? ¿Qué tal si...?
Nadie es perfecto. Sara incluida, sea como sea.
Lo sé. No hablaba de mujer pefecta en parámetros universales. Hablaba de una mujer perfecta para mí. ¿Qué tal si ella no es como yo creo?
Siemper idealizamos al otro. Es probable que no sea como tú crees.
También lo sé. Pero ¿qué pasa sí...?
Basta. En serio. Deja de hacerte esto.
Necesito una respuesta. ¿Qué pasa si Sara ni siquiera existe, si en algún momento la inventé y ahora mi cerebro está lo suficientemente enfermo como para confundirla con una persona real?
Está claro que Sara existe. El tuerto la conoce. Termina con esto. Acepta que la Sara que recuerdas puede ser distinta a la verdadera, que en este tiempo puede haber cambiado, que puede que te vea y salga corriendo, no a abrazarte, sino a perderse de nuevo. Acepta todas esas posiblidades, pero como lo que son, posibilidades. No veo el motivo para sentirte más desgraciado de lo que ya eres.
Desgraciado, vaya, gracias.
Estás empecinado en encontrar a una mujer de la que sólo tienes recuerdos mientras los pierdes uno a uno. Créeme, nadie envidiaría tu vida.
Pero es mi vida. Tengo que vivirla hasta el final.
Eso ya es algo más optimista, por lo menos en tus términos.
Sara existe. Y la voy a encontrar. Y voy a volver a sentir sus manos en mi cuerpo, y a crear un nuevo recuerdo que será mejor que el anterior.
Así se habla. Vamos.
--- o ---
Sara existe. Y la voy a encontrar. Y voy a volver a sentir sus manos en mi cuerpo, y a crear un nuevo recuerdo que será mejor que el anterior.
Sara existe. Y la voy a encontrar. Y dirá mi nombre, y me sonreirá. Y todos mis recuerdos de ella serán ciertos.
Sara existe. Y me está esperando. Sólo debo saber encontrarla.
Estoy seguro de todo eso. Completamente.
Pero siento como la desesperanza se acerca lentamente, esperando una oportunidad de tragarme. Y si no es ella, está el olvido, mi propia cuenta atrás. Debo ser fuerte.
No quiero abandonar mi búsqueda. No quiero olvidar a Sara por no haberla encontrado.
Te necesito, Sara. Estoy tan cansado.
Déjame verte de nuevo. Antes de olvidarte.

domingo, febrero 04, 2007

Setenta y uno

Cuando conocí a Sara era una niña. O eso parecía. Lo cierto es que era una mujer adulta, tanto en edad como en inteligencia, pero por alguna razón seguía jugando a ser niña. Jugando a jugar.
Y probablemente por ahí pasó todo. Porque quería jugar y yo era lo suficientemente peligroso y diferente como para considerarme un juguete atractivo.
Durante mucho tiempo pensé que la había conquistado. Ahora sé que no pasó nada que ella no hubiese calculado. O por lo menos permitido.
Sonará cliché, pero éramos felices. Me miraba a los ojos, los dos, porque entonces aún no era tuerto, y me sonreía, y su mirada limpia y su sonrisa perfecta me hacían sentir indogno de una mujer tan perfecta.
Pero ella no era perfecta. Eso lo supe después. Y aunque nadie es perfecto, sus defectos la hacían, y la hace n incompatible conmigo.
Sara, lo entendí después, nunca estuvo dispuesta a no saber. Le atraía el misterio, pero no quería convivir con él.
Se enamoró de mí porque yo era misterioso. Porque no tenía idea de lo que pasaba en mi cabeza, porque no era capaz de calcular quién o qué era yo, siendo más viejo que ella y teniendo una vida claramente más difícil. Pero una vez que se convirtió en mi mujer, asumió que ese misterio debía desaparecer. Que ella había llegado para conocerme completamente.
Y había cosas que ella no debía saber.
En lo personal, consideraba que ella sólo debía saber que yo la amaba como a nadie. Además yo sospechaba, o mejor dicho sabía que ella también me ocultaba cosas, bien porque quería coquetear con su propia dosis de misterio, bien porque se avergonzaba del pasado, o simplemente éste no se acomodaba a su yo actual.
La diferencia es que yo estaba dispuesto a aceptar su misterio o, mejor dicho, aceptaba el hecho de que había elementos de su vida que no me incumbían.
Pero Sara no pensaba así. Todo el chiste de estar conmigo era desvelar el misterio. Los misterios. Conocerme. Perfectamente.
Y un buen día se decidió a preguntarme de qué vivía. Y yo callé por un rato, y luego inventé alguna profesión fácil y honrada. Y seguimos siendo felices.
Supongo que comenzó a sospechar cuando me quedé tuerto.
Sé perfectamente por qué terminé así, pero no recuerdo muy bien los detalles posteriores. Sé que llegué a mi casa, sin pensar en que le había dado mis llaves y en su promesa de esperarme esa noche en la cama. Sé que me sintió llegar y encerrarme en el baño, sé que me dije a mí mismo que era un estúpido por no tener seguro en la puerta. Sé que debería recordar su grito al verme, pero la verdad es que el terror le cerró la boca.
Sé que me vio con la cara cubierta de sangre y una mano tapando el agujero de mi ojo izquierdo. Y que ahí empezó todo.
Porque claro, Sara preguntó qué había pasado. Y claro, yo le dije que unos tipos me habían tratado de asaltar, que yo estaba borracho y quise defenderme, que al final fueron demasiados y decidieron vengarse por un par de tarados que dejé heridos en el suelo, y eligieron mi ojo como sacrificio.
Y claro, o al menos ahora claro, ella no me creyó.
Sus investigaciones fueron inútiles, porque eran infantiles. Pensaba que con sólo seguirme averiguaría todo. Pero si hubiese sido tan fácil yo habría muerto antes de conocerla.
De todas formas, aún sin pistas claras, comprendió que yo estaba metido en algún asunto raro. Y entonces comencé a sufrir un bombardeo diario de preguntas, escenas de celos fingidos y amenazas de largarse de mi vida. No importaba mucho, porque ella áun me amaba, o creía que me amaba, por el misterio. Y mis formas sutiles de esquivar el tema la fascinaban, pues le otorgaban más tiempo para estar conmigo y desenmascararme.
No le doy las gracias por haber seguido a mi lado después de perder un ojo y ganar una cicatriz que me cruza toda la cara. Es loable seguir amando a un desfigurado, pero yo sabía que Sara era más que eso. Sabía que me amaba por lo que era, no por como era. Y también sabía que a pesar suyo, había algo más en mí, aparte del simple misterio, que la forzaba a amarme.
En resumen, aunque Sara seguí empecinada en descubrir mis secretos, sin darse cuenta se había enamorado de mí. Quizá por eso mismo me dejó.
Pasó un día cualquiera. A esas alturas, Sara ya vivía conmigo y me esperaba sin preguntas, con la sola intención de lanzarse sobre mí apenas cruzara la puerta, y dejarse llevar hasta la cama. Pero ese día no la llevé a la cama. Ni siquiera la besé. Entré agitado, abrí un cajón y saqué algo que me guardé en el abrigo. Y cuando me disponía a salir, me la encontré en la puerta.
La conversación debe haber sido más corta de lo que recuerdo. Empezó a hacer preguntas y yo comencé a contestarlas, de forma rápida y vaga, porque tenía que salir de ahí lo antes posible.
Hasta que se lo dije: estaba apurado. Tenía trabajo que hacer.
Y ella preguntó, aún delante de la puerta, cuál era mi puto trabajo.
Y yo le respondí. Con la verdad.
Después de unos momentos de silencio se quitó de enmedio y pude salir sin problemas. A trabajar. Y cumplí.
Cuando volví a la casa, Sara no estaba. Sus cosas tampoco. Sabía perfectamente dónde vivía, pero no era necesario buscarla. Nuestra historia se había acabado.
Yo lo sabía desde antes de salir de mi casa. Desde antes de que dejara de obstruir la puerta. Lo supe desde que vi su cara dos segundos después de decirle que era asesino a sueldo.
El pánico que vi en su cara sólo lo había visto en los rostros de mis víctimas. Así que asumo que una de las cosas que pensó fue que yo podría matarla. Si lo vemos así, su huída no sólo es obvia, sino justificada. Además, ahora ya sabía que cualquier noche podía esperarme hasta el amanecer, hasta el mediodía, hasta la próxima semana, hasta siempre, y yo no aparecería más que en las noticias, como cadáver rescatado de un río.
El misterio que descubrió Sara fue más fuerte que ella. Y apesar de mi amor y del suyo, no fue capaz de soportarlo y decidió dejar su juguete.
Así que, en otras palabras, Sara se hizo realmente adulta gracias a mí, y olvidó los juguetes.
Volví a verla a los pocos días. Ella vivía cerca y frecuentaba los mismos lugares, incluyendo el bar donde sabía que yo aparecería todos los viernes por la noche.
Y me vio, y me saludó, y junto a unos tragos hablamos de mil cosas, excepto de mi trabajo y del hecho que ya no era mi mujer, que me había dejado y que, si yo era asesinado, ella lloraría por mí, pero a lo lejos.
La seguí viendo durante mucho tiempo, hasta que conoció a Haym y empezó una nueva historia, que para mí es un misterio.

miércoles, enero 24, 2007

Setenta y dos

No esperarás que te crea.
No. Pero es la verdad. Acabas de verlo.
O sea que cada vez que un niño de estos se muere, Haym pierde un recuerdo.
Sí.
Y tú ¿quién eres? ¿De dónde conoces a Haym?
Lo conocí hace sólo unos días. Me costó decidirme a acompañarlo, pero aquí estoy.
¿Y por qué te costó? ¿Te obligó?
No, es que siempre he estado sola.
Ah, una mujer solitaria.
No, una mujer que mata todo lo que toca.
¿Perdón?
Eso. Si te toco, por alguna razón te mueres. No sé por qué, pero sucede. Cuando conocí a Haym un tipo acababa de morir tratando de robarme. Me tocó y se murió. Así de fácil.
Vaya. El mundo está lleno de sorpresas.
Yo no definiría el hecho de matar gente con el tacto como una sorpresa. Más bien como una maldición, o simplemente una vida de mierda, pero claro, tienes que vivirlo para entenderlo.
Créeme, yo no mato con el tacto, pero de todas formas la gente se aleja de mí. Y los que se quedan, se mueren.
Qué, ¿tienes alguna enfermedad contagiosa?
No. Soy asesino a sueldo.
Ah.
"Ah." Es lo que siempre dicen cuando hablo de mi profesión. Ahí entiendo que no debí decirlo y que la persona, en este caso tú, está aterrada.
Bueno, no sé si aterrada, pero no esperarás que esté fascinada.
Claro que no. ¿Un cigarrillo?
Gracias. Y... ¿es cierto lo que dice Haym? ¿Sabes algo de Sara?
Ya se lo dije a él, pero al parecer lo olvidó.
Hasta donde yo sé, nunca había olvidado algo tan inmediato. Siempre era información antigua. Y en su situación actual me da la impresión de que no memoriza mucho.
Quizá ya no es capaz de generar recuerdos.
Sabe mi nombre y lo recuerda, reconoce al perro, cosas así. Pero exceptuando la idea de buscar a Sara, no parece que su vida vaya hacia algún lado.
¿A qué te refieres?
La vida de todo el mundo... bueno, de la gente normal, me excluyo, la vida de esas personas es, en terminos ideales, siempre algo nuevo, conociendo, aprendiendo, qué se yo. Haym se limita a buscar a Sara.
Cada uno vive su vida como más le place.
Me parece que tu vida tampoco es muy normal.
Digamos que si me pongo a pasear por la vida, para conocer y aprender, es probable que termine con un disparo en la cabeza. Debo limitarme a hacer mi trabajo y frecuentar a personas de confianza en lugares seguros.
Entonces esto debe ser toda una aventura para ti, rodearte de gente que apenas conoces.
A Haym lo conozco desde hace tiempo. Pensé que estaba muerto.
¿Muerto? Pues no andas muy equivocado. Si no fuera visible y palpable diría que es un fantasma. Pero háblame de Sara.
¿Qué quieres saber?
Cuándo la viste por última vez, por ejemplo.
Hará unas dos horas.
¡¿Qué?!
Eso. Estaba con ella cuando aparecieron los tipos que viste en el edificio. Me separé de ella para que no corriese peligro.
¡Entonces vamos a buscarla!
Dudo mucho que la encontremos fácilmente. Si es la misma Sara de siempre, los disparos deben haberla asustado y debe haberse puesto a correr sin pensar a dónde iba. Y si recordó el pasado...
¿Recordó?
Tiene amnesia.
¿Me estás tomando el pelo?
Yo pensé lo mismo cuando supe que Haym olvidaba cosas. Y si quieres que te diga algo más raro, Sara está recordando cosas de a poco. Y el detonante de sus recuerdos...
No puede ser.
Sí. Niños que se le acercan y luego desaparecen. Luego de ver a los niños de Haym entendí la conexión.
¿Conexión?
Debe haber una, de algún tipo. Quizás cada vez que Haym olvida algo, Sara recupera un recuerdo, o algo así.
Esto es como una mala película.
Bueno, supongo que debemos reunirlos para ver qué pasa.
Supongo que sí.
Los ayudaré mientras pueda, pero entenderás que mi presencia será intermitente. Hay mucha gente buscándome.
¿Qué, mataste a alguien importante?
Créeme, no quieres saber.
En realidad, no. No quiero saber.
Bueno, entonces vamos a buscar a Sara.
Vamos. Y por el camino me cuentas cómo conocias a Sara de antes.
Ella fue mi mujer. Hace mucho tiempo.

jueves, enero 11, 2007

Setenta y tres

Todo pasó bastante rápido; lo suficiente como para que el relato y sus palabras se hagan largos y lentos y se pierda, por más conciso que sea uno, parte de la velocidad de las cosas.
Limitaciones del lenguaje, supongo.
Luego de la anímica información del tuerto, que me permitió saber, o más bien corroborar mi sospecha de que yo era el causante de la desgracia de Sara, y por eso ahora debía buscarla, porque ella había huído de mí, me quedé perplejo unos momentos. Muy pocos.
Luego creo que me puse de pie y lo sujeté del cuello. Creo, también, que intenté golpearlo.
Por supuesto que no lo logré. El sí. Sus puñetazos eran tan veloces que nisiquiera podía caer al suelo, aunque también es cierto que ahora él me sujetaba a mí del cuello. Y sus golpes incluían un ingrediente nuevo, que creí descifrar como rabia contenida por un largo tiempo. Este ingrediente le daba una fuerza descomunal a sus ya potentes puñetazos. Resultado: me iba a desfigurar la cara en un rato.
Pero no pudo seguir. El mundo comenzó a moverse aún más rápido que sus puños.
La puerta de la escalera se abrió y Frito apareció corriendo. Su pelo se erizó en menos de un segundo y luego se abalanzó sobre el tuerto, transformándose en una bestia sin el menor parecido al perro flaco y enfermo que yo conocía, y mordiéndole una pierna a mi atacante.
Luego entró un ejército de niños sonrientes, que apenas vieron el ataque de Frito comenzaron a reirse a carcajadas y a apuntar al tuerto con sus perfectos y diminutos dedos.
Y luego entró María, resoplando, agotada por quizá cuántos metros de escalera. Se paralizaron sus párpados y nos miró mientras nosotros la mirábamos a ella. Luego pestañeó, el tuerto me siguió golpeando, y María corrió hacia nosotros. Supe de inmediato lo que pensaba hacer, y por lo mismo tuve que olvidarfme de cualquier tipo de defensa contra los puñetazos para poder atravesarme entre quien me pegaba y quien quería matar al que lo hacía.
María hundió sus manos en mi pecho, pensando que lo hacía en el del tuerto, y esperó a que yo cayese. Lo hice, con la cara amoratada y con problemas para respirar debido a la sangre en mi nariz y garganta. Pero claro, yo no iba a morir, y mi tos mezclada con el temblor producto de tanto golpe la hizo darse cuenta de lo que había pasado.
Trató de levantarse para atacar a su verdadero objetivo, que ya no tenía protección posible. Logré sujetar una punta de su blusa y traté de decirle que no lo hiciera, pero no podía hablar. Así que solo la miré y me entendió. Volvió al suelo, a mi lado, y me abrazó.
Supongo que el tuerto pensó en sacarla de en medio y seguir golpéandome hasta matarme. Supongo que recapacitó, bien por mi aspecto o bien por el aspecto de María.
Todo eso sucedió en bastante menos tiempo del que me tardo en repasarlo con la mente. Y sólo fue el aperitivo. El plato principal fue cuando varios niños se acercaron corriendo al borde del edificio y comenzaron a treparse por la baranda, muertos de la risa. Literalmente muertos, o próximamente muertos, lo que sea.
Yo no podía hacer nada, y tampoco me interesaba hacerlo. María también sabía que todo esfuerzo sería inútil. Frito soltó la pierna que aún mordía y aulló, pero sin moverse de su lugar. El tuerto era el único que no sabía, el único al que nadie le había contado nuestra historia, y claro, después de un momento de parálisis partió corriendo, tratando de decidir en el camino qué niño había que salvar primero. Pero no había caso, todo era parte de una danza perfecta, que culminaría en una caída coral. Yo sólo me preguntaba si se reventarían contra el pavimento o desaparecerían antes.
Asombrosamente logró agarrar a uno, que dejó de reírse de inmediato e intentó zafarse de la gran mano que lo sujetaba. Todos los demás desaparecieron, excepto unos pocos que se quedaron en medio de la terraza, jugando entre ellos y con Frito. No me queda más esperanza ni consuelo que pensar que olvidaré los cumpleaños de gente que no me interesa.
Con ayuda de María me pongo de pie. Luego giro y trato, como un niño avergonzado, de que no me vea escupir una bola de sangre al suelo. Vuelvo a girar y claro, ahí está su mano con un pañuelo, limpiando mi boca. Me siento ridículo, además de viejo y lisiado.
A duras penas me acerco al tuerto y al niño. Al principio, María intenta detenerme, pero luego se limita a servir de bastón humano, sin dejar de mirar con odio a quien me dejó así. Esta vez las cosas suceden más lentamente que las palabras, y paso a paso logro llegar a mi objetivo. Han pasado minutos de silencio, sólo interrumpidos por mi tos y las risas de los niños.
Con la mano libre, el tuerto vuelve a tomarme del cuello. Supongo que quiere una explicación. Planeo dársela. Pero no puedo hablar. No puedo pensar. Me quedo mirándolo boquiabierto. Quizá es porque nos sujeta a mí y al niño al mismo tiempo, y se ha convertido en una especie de cable o algo así. No tengo idea. Sólo sé que me quedo callado un rato, me voy a algún lugar en mi cabeza, y luego vuelvo iluminado.
Ya sé quién eres. Yo también pensaba que estabas muerto, le digo y le sonrío. Primero mira mi boca sonriente, hinchada y llena de sangre, no lo culpo. Luego me mira a los ojos y sabe que digo la verdad.
Luego el niño le muerde la mano y vaya, tenía más fuerza que yo o el perro. Logra que lo suelten y corre directo a la baranda. Esta vez el tuerto no logra alcanzarlo.
Vuelve hacia nosotros y me queda mirando de nuevo.
Así que ahora me reconoces. Entonces me vas a explicar cómo es que estás vivo, qué pasa con estos niños y qué fue lo que pasó antes de separarte de Sara.
Sara, Sara, repito balbuceante. Tú sabes algo de Sara, no te reconozco, pero sí a tu abrigo. Dime lo que sabes de Sara.
María y el tuerto se miran. Ya le explicará ella sobre mis recuerdos, y hablaremos del que se llevó ese niño en caída libre al vacío.