jueves, mayo 05, 2005

Noventa y nueve

Me levanto. No hay huellas de mi espalda. Carajo. Los muertos no pesan nada.
No es que haya huido; Sara nunca estuvo aquí. Y sin embargo... el que haya huído de mí es tan factible como las más normal de mis ideas. Que me haya olido antes de verme, que se haya imaginado lo peor, que haya entendido que si uno inventa a una mujer obtiene, inmediatamente, ciertos derechos. Que uno no escribe por diversión, mucho menos por vocación, sino por culpa de una mente enferma, un cerebro totalmente fundido, un corazón tan negro y podrido como mis pulmones que, sponsored by Belmont, Viceroy, Lucky Strike, Camel y tantos otros, van directo a CancerLand. O al menos allá iban, hasta que alguien me pegó un tiro y me voló la cabeza.
Estoy muerto, pero sigue doliendo.
Y Sara no lo hace más fácil, corriendo como posesa, pensando quizás qué cosas de mí. Y el reasto del mundo seguro no lo hará más fácil, diciéndole quizás que cosas de mí. A veces desearía matarlos a todos, pero ya sé que alguien más lo hará y espero que sea el mismo que me mato a mí, para poder verle la cara por fin a ese hijo de puta.
Como si pudiese hacerle algo. Mal que mal él tiene la pistola.
La calle está fría hoy. Literalmente; tocar el pavimento húmedo del atardecer, justo cuando la luz verde desata la carrera de autos, se está convirtiendo en un hábito. Será que no me ven, será que soy demasiado translúcido (¿o muy poco?), será la ropa negra, qué se yo. Los autos no me ven, y aún no he decidido probar si la piel de muerto es a prueba de automóviles. Quizá en los próximos días me anime a declamar algún poema de Ginsberg mientras un Fiat, o a lo mejor un Peugot me atraviesa o me revienta, una de dos.
Los recuerdos salen poco a poco de mi cabeza, como niños saliendo por las ventanas de una casa de juegos, niños-recuerdo que me rodean, que se ríen, que me miran, como si no supieran quién soy, qué hago aquí entre ellos. Los malditos no se toman de las manos y salen todos corriendo, no puedo agruparlos, formarlos en fila y devolverlos a mi mente enferma. Como todos los niños, ni siquiera miran hacia dónde corren, tan sólo lo hacen. Y así van siendo espachurrados por los tanques que atraviesan la calle, y así voy perdiendo uno a uno todos mis recuerdos. Allá va el nombre de mi madre, o la fecha de mi cumpleaños, o quizá algún vergonzoso episodio que más convendría olvidar y ojalá quede bien aplastado el pendejo. El recuerdo.
Esta calle la conozco. O al menos eso creo. A lo mejor ser translúcido afecta a la vista.
Saco un cigarrillo. Me siento en el borde de la acera. Hay algo de luz, pero no importa. Un niño se lanza contra los automóviles. Pienso en Sara. Luego pienso en otras personas, amigos, familia. Todos tan lejos, tan vivos, bueno, quizá algunos no tanto. Estoy cansado.
Enciendo el cigarrillo y decido pasar la noche mirando a mis recuerdos agonizar en el pavimento. Hoy no tendrás por qué correr, Sara. Nadie te va a perseguir.