lunes, mayo 09, 2005

Noventa y ocho


Siempre quise fumar en una estación de metro. A ser posible la más profunda. No sé cuál es, pero ésta a la que me arrastran los niños no está mal. Al menos sé que el suelo puede aplastarnos.
Estoy muerto. Mejor; soy translúcido. Saco un cigarrillo doblado como pene post-coito de la cajetilla arrugada y me obligo a enderezarlo con los dedos, víctima de una estúpida imagen mental. El fuego surge, la boca besa, el humo sube y es genial imaginarse al pobre tipo encargado de las cámaras viendo cómo un fantasma fuma en el andén mientras los guardias le aseguran que allí no hay nadie, que está vacío, que de qué humo está hablando.
Cigarrillos translúcidos Translucky Strike. Ellos no pueden verlos, usted puede sentirlos, sus pulmones siguen muriéndose. No sé qué carajo pasará cuando mis pulmones finalmente llamen a la huelga del sindicato.
Lo niños juegan por la estación. Ríen como niños, corren como niños, esto es desagradable. Uno se sienta junto a mí. Está callado y triste. Qué te pasa, pendejo. No soy nada. La media hueá, yo tampoco. Tú eres un escritor translúcido.
Casi me río, pero prefiero tirarlo al suelo y patearle la cara. Le sangra la nariz.
Un tren se acerca.
Otra vez se sienta junto a mí, callado. Otro niño se le acerca. Le dice algo al oído. Luego corre hacia la vía y se lanza un clavado limpio y estilizado, justo a tiempo para ser reventado por el tren que recién comienza a frenar. En ese instante olvido algo. No tengo idea qué.
Qué te dijo. No me contesta. Qué te dijo, mierda.
El tren se va.
Siempre llegas tarde a todas partes. Ahora yo guardo ese recuerdo.
Pasa un rato.
Y qué recuerdo guardabas antes.
Otro.
Se acerca otro tren.
Cuál.
Ya no lo sé. Y tú tampoco, lero lero.
Después de un par de codazos en su nariz lo tomo y yo mismo lo lanzo a la vía electrificada. Luego de un rato de espasmos y espuma en la boca aparece el nuevo tren y lo aplasta. Olvido algo. No sé qué.
Se acaba el cigarrillo y salgo a la calle. Llueve. Todos caminan con cara de lluvia, las parejas se aprietan como siameses y juntan sus manos como si sujetasen un paraguas. No puedo ver una sola gota, no puedo ver ningún paraguas abierto, el suelo está seco. Pero sé que llueve.
Otro cigarrillo, las manos en los bolsillos y si hubiese un poco de jazz tal vez me gustaría sentirme Jack Kerouac. Sólo se escucha un bolero a lo lejos, un bolero viejo de bar, un bar lleno de felicidad, una felicidad que hace que tu cara parezca triste, una tristeza que sólo puede nacer del despecho, un despecho que no debió nacer porque el amor ni siquiera nació, un amor que sólo fue una sombra solitaria bailando tango sin pareja, un tango que ya nadie quiere cantar porque para qué cantar esas canciones tristes si los ebrios prefieren un bolero.
No soy Jack Kerouac, no soy un ebrio feliz y triste, no soy un tango, no soy un bolero. Pero huelo su perfume, aquí en esta plaza, aquí en esta banca, aquí donde duerme este mendigo estuvo sentada Sara.
Quizás me estuvo esperando, pero llegué tarde.
Los niños examinan al mendigo en silencio. La sonrisa con la que duerme es la única evidencia que necesito. Sonríe porque el olor de Sara aún está aquí. Un olor que es como un bolero.