domingo, mayo 27, 2007

Sesenta y seis

Una dice quiero hacer esto o voy a hacer esto otro y suena tan fácil. Pero llegar a hacerlo puede bastante más complicado.
Es mi caso.
Quiero recordar a Rodrigo Haym, dije. O pensé, más bien. Y ahora, ¿qué?
No sé cómo hacer eso. Mis recuerdos dependen de esos niños y no sé cómo hacerlos aparecer más rápido. Tampoco sé cómo elegir el recuerdo que me devolverán. Podrían aparecer mil niños en este momento y hacerme recordar mil recetas de cocina. Bueno, no creo que haya sabido nunca mil recetas de cocina, pero se entiende.
Hablando del rey de Roma, y uno de los niños que se asoma. Éste aparece por la ventana. Supongo que se dejó caer desde el techo del edificio, o flotó desde la calle hasta acá, o simplemente apareció en el marco de la ventana. Ya no me sorprende nada respecto a ellos.
Desaparece después de abrazarme y espero concentrada el regreso de mi recuerdo. Pero después de diez minutos mirando hacia el techo y las paredes, decido que me veo ridícula y que no he recordado nada. No puede ser, me digo, siempre me doy cuenta. Y no acepto que ahora me vengan a cambiar las reglas estos pendejos de mierda. Exijo mi recuerdo.
Pero no pasa nada. Me enfurezco. Y como me enfurezco y mis ataques de furia son extremadamente civilizados, tomo el libro de Kundera, la cinta con el texto completo grabado en ella y parto donde el abuelo, esperando que caminar y tomar aire me hagan pasar este mal rato.
Resulta. Cuando llego a mi destino ya estoy de mucho mejor humor. Antes de entrar a la casa preparo mi mejor sonrisa. Luego recuerdo que ahí dentro no hay luces y me río de mi estupidez mientras cruzo el umbral.
A los diez pasos vuelvo a quedar tan perdida como la primera vez. No es fácil acostumbrarse a la oscuridad, sobre todo si no te gusta.
Finalmente distingo las pequeñas rendijas de luz y asumo que he llegado al despacho del abuelo. Intento distinguirlo pero no logro ver nada. Intento concentrarme para distinguir su respiración entre la multitud de sonidos insignificantes que forman el silencio a mi alrededor, pero no funciona. En eso estoy cuando siento una mano en mi hombro y, junto con pegar un salto, suelto un
ay que casi podríamos llamar grito.
El abuelo se dirige al escritorio sin decir nada. No logro oír sus pasos. Tampoco su respiración. Si ahora me dijese que es un fantasma podría creerle. Pero en lugar de eso me dice
-¿Ya terminó con Kundera?
-...
-¿Señorita?
-Eh... sí. Aquí está todo.
-Perfecto. Comprenderá, por supuesto, que debo escuchar la cinta para comprobar que ha hecho su trabajo.
-Por supuesto.
-Pero la novela es larga, y no hace falta que usted pierda el tiempo aquí conmigo, revisando esto. Mejor sería que le entregue otro libro para que pueda irse.
-En realidad no es molestia...
-Pero a usted no parece gustarle la oscuridad, y aquí no hay luces que encender.
-Ah.
-Así que veamos qué libro le doy ahora.
El abuelo se acerca al estante con libros y comienza a buscar. Yo también me acerco para poder fijarme un poco más en lo que hace, o más bien en cómo lo hace. Va pasando su mano por los lomos de los libros, sin mirarlos. A veces se detiene en uno y le pasa las yemas de los dedos de arriba a abajo, lentamente, y después sigue. Hasta que se detiene en un librito pequeñísimo. La mano le tiembla un poco, pero al final sigue buscando. Por alguna razón, le digo
-¿Por qué ése no? Lo pensó bastante.
-Ése es el libro más triste del mundo. No se lo voy a dar.
-¿El libro más triste del mundo? ¿Qué libro es?
-
El Principito.
Me quedo callada un rato. No porque no tenga nada que decir, sino porque tengo tantas cosas que decir que se me agolpan en la garganta y no salen. Finalmente me coordino y logro casi-gritar
-¿
El Principito el libro más triste del mundo? ¿Cómo puede decir eso?
-Es cierto.
-No, no lo es. Ése libro es bello.
-Sí, es bello. Pero también es el más triste del mundo.
-Discúlpeme, pero usted está loco.
-Ojalá lo estuviese. No, estoy más cuerdo que la mayoría de la gente de mi edad. Y eso no es como para vanagloriarse. A estas alturas de la vida, un poco de locura no viene nada de mal.
-No me cambie el tema. Ahora mismo me va a explicar cómo es que
El Principito es el libro más triste del mundo.
-De verdad, no me gustaría tener que hacer eso.
-Pues lo va a hacer o ahora mismo me lo llevo y lo grabo.
Luego de decir eso tomé el libro y me alejé un poco del abuelo. Éste se quedó inmóvil un rato; luego suspiró y se acercó a su escritorio.
-Muy bien. Usted gana.
-Adelante. Lo escucho.
-Habrá oído usted eso de que
El Principito es un libro distinto según a qué edad se lee.
-Sí.
-Pues és verdad, pero sólo a medias. En realidad, sólo tiene tres lecturas, según mi modo de ver.
-...
-La primera es típica de los niños. La boa y los baobabs son divertidos, la rosa es tonta y pesada, el final no se entiende muy bien pero igual es triste. Y la parte del zorro y la domesticación suele ser pasada por alto o interpretada directamente.
-¿Directamente?
-El zorro quiere seguir siendo salvaje porque es su natursaleza. Es fácil que los niños lo relacionen con el pajarito que ven en un árbol y quisieran tener, pero la madre les dice que sufriría en una jaula.
-Ya. ¿Y las otras lecturas?
-La segunda es en la juventud. El libro sigue siendo divertido pero ahora los centros de atención son los distintos planetas que visita
El Principito y la parte del zorro. Cualquier joven medianamente leído tomará los distintos planetas como una especie de crítica social escondida. Muchos profesores enseñan que hay que buscar ese tipo de cosas en todos los libros. No los culpo, pero es una tontería. Cuando están, están, y cuando no, pues no.
-¿Y aquí no están?
-Yo no lo llamaría crítica social. Sólo parodia. La diferencia es que no creo que Saint-Exupéry haya ido en serio.
-¿Y la parte del zorro?
-Ésa parte es fácil. El zorro es la juventud, la libertad.
El Principito es la sociedad, pero sobre todo la familia. A los jóvenes no les cuesta nada tirarle una piedra a un carabinero, a una vitrina, a una autoridad. Romper con esas ataduras es sencillísimo. Pero jamás podrían tirarle una piedra a sus madres. Dudarían incluso de lanzar la piedra contra una ventana de la propia casa. Lo que no quiere decir que no les gritarían de todo a los padres; pero difícilmente lograrían librarse de ellos.
-Bueno, digamos que eso es cierto...
-Al final siempre lo es, a menos que uno muera joven y no pueda comprobarlo.
-Está bien. ¿Y la tercera lectura?
-La tercera lectura se centra en la rosa y en el zorro. Al menos es lo que yo pienso.
-¿Y qué significan esa vez?
-Está claro que la rosa es el amor perdido. La media naranja, el alma gemela, la persona perfecta que, al envejecer, nos damos cuenta de que sí conocimos, de que sí se nos cruzó en el camino, pero la perdimos. Claro, hay casos en que el final es feliz y esa persona duerme a nuestro lado, si es que aún no ha muerto, pero hay otros en que no. Para los casos felices, la rosa varía un poco en su significado y se transforma en algun amor de juventud que recordamos como algo muy especial.
-¿Y el zorro?
-El zorro somos nosotros, y la domesticación es la muerte. Es entregarse con total desprendimiento al concepto de vida que tenemos, es decir, aceptar el hecho de que vamos a morir y que, en el intertanto, deberíamos intentar pensar en otras cosas y ser felices. En pocas palabras, aceptar la vida como es.
-Bueno, hasta ahora yo no veo que el libro sea tan triste.
-Así como se lo estoy diciendo, claro que no.
-¿Y entonces?
-A veces pasa que uno lee
El Principito y efectúa una lectura que no le corresponde. O sea, un viejo leyéndolo como niño... o un niño leyéndolo como viejo.
-¿Y?
-Cuando un viejo lo lee como niño, o el viejo tiene demencia senil, o simplemente busca recordar su infancia y no hay ningún problema. Pero cuando un niño lee
El Principito como si fuese un viejo, queda frente a frente con el concepto de la muerte como hecho inexorable cuando todavía no es capaz de medir el tiempo como un adulto, y por lo tanto mañana puede ser mucho tiempo, pero también puede ser muy poco.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Un niño no es capaz de saber cuánto tiempo se tarda el Principito en domesticar al zorro, es decir, cuánto dura normalemente una vida. Sólo sabe que pasa un tiempo, un tiempo que no es narrado. Para ellos es instantáneo. La muerte llega pronto. Y a la hora de morir, uno llora y siente pena, tal como dice el zorro. De pronto, el niño descubre que pronto sentirá una gran pena y llorará, y no puede hacer nada para evitarlo. Suena ridículo, pero piense en un niño imaginándose eso. Pensando que pronto va a morir y no podrá hacer nada para evitarlo.
-Bueno, lo pienso y es aterrador. Pero qué quiere que le diga, me parece algo demasiado descabellado como para que llegue a suceder.
Mientras noto, en la penumbra, que el abuelo abre la boca para responderme, me doy cuenta de lo que recordé con el último niño: tengo talento para decir cosas que después resultan ser horriblemente inapropiadas.
-Sí, es descabellado, pero a mi hijo le pasó. Se volvió loco a los siete años por culpa de
El Principito y murió a los trece sin haberse recuperado. No, en realidad no murió. Se suicidó. Si me lo pregunta, ése es el libro más triste del mundo.

2 Comments:

Blogger Rodrigo Haym said...

Hace varios días (para ser específico, el 3 de mayo), este blog cumplió dos años.
O sea, me tomó dos años escribir 37 entradas. Y aún faltan, como mínimo, 65.

*sigh*

Feliz cumpleaños, Viaje Terminal. Y que cumplas muchos más...

1:05 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

wow. se te puede acusar de cualquier cosa menos de publicidad engañosa. eso es bueno. saludos.

1:27 p. m.  

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