martes, enero 02, 2007

Setenta y cuatro

Disparar una pistola en la vida real es muy diferente a como se ve en las películas.
Dispararle a alguien también.
En las películas hay gritos, caída lenta, miradas de odio dirigidas por gente ensangrentada desde el suelo al tipo cuya pistola humea.
En la realidad el disparo es rápido, los cuerpos convertidos en bultos caen en silencio, se aprecian algunos espasmos, y sólo entonces, si no lo mataste - y no hace falta un disparo en la cabeza para hacerlo -, puede que lleguen los gritos. Es bastante probable que caiga con los ojos abiertos y uno sienta la tentación de mirarlos, y de darle a esa mirada que no es mirada sino ausencia de vida la interpretación que nuestro nivel de culpa considere más adecuada.
Pero el asesinato a tiros es, a menos que uno tenga mala puntería, un trámite más bien corto, muy distinto a la actividad lenta y saboreable que se ve en las películas. En cierto sentido, vengarse de alguien disparándole sería probablemente aburrido y pocos se sentirán satisfechos con tal venganza más de un par de minutos, cuando la adrenalina comience a bajar.
Con ese argumento me convenzo de que el no haber matado a los perseguidores del abrigo obedece a una simple falta de ganas que al miedo o el nerviosismo. En realidad nunca he querido matar a nadie, al menos no en serio, y estos tipos no me habían hecho nada excepto dispararme a quemarropa, cosa que en mi situación actual parece no afectarme. Así que para qué matarlos.
Lo que no significa que no les haya disparado. Y acertado.
Ahora me rodea un montón de bultos poseídos por espasmos de dolor: algunos se arrastran, dejando manchas de sangre en el piso como Hansel y Gretel dejaban migas de pan, otros sólo pueden gritar o lamentarse mientras sus extremidades convulsionan. No me dan pena.
Decido obviar la referencia a las películas y conservo la pistola en lugar de tirarla lejos. Así armado me dirijo hacia el abrigo, que se arrincona en medio de la azotea, junto a la puerta que da acceso a la escalera. Camino rápido y sin precauciones mientras se cierran los agujeros en mi piel producto de los disparos, estiro la mano y sujeto el abrigo, el abrigo gira y descubre parte de un rostro y una mano cerrada que a gran velocidad impacta mi cara y me apaga el cerebro un par de segundos.
Cuando vuelven las transmisiones estoy en el suelo y el abrigo está sobre mí, golpeándome la cara. El dolor no es tan intenso como los disparos que recibí hace un rato, pero me doy cuenta fácilmente que si los golpes no paran voy a perder la consciencia. Un puñetazo gira mi rostro hacia la derecha y veo que la pistola sigue en mi mano. Así que levanto el brazo como puedo y pego el cañón a la sien del abrigo. Los golpes se detienen de inmediato.
De nada por salvarte, le digo.
Se levanta de un salto. Luego hago lo propio, con grandes dificultades, temblando y tosiendo. Escupo con violencia un coágulo de sangre y me limpio la boca con la manga izquierda, sin dejar de apuntar al abrigo con la derecha. Parpadeo. Muy lento. Veo como su patada se acerca. Por un milímetro logro esquivarla, saltando hacia atrás. Apunto con firmeza. Se queda quieto un rato, me mira y luego levanta las manos. Me mantengo a una distancia segura.
Solo entonces me fijo en su cara. No parece viejo, pero su piel está gastada y tiene algunas arrugas, probable señal de que no lo ha pasado muy bien en la vida. El ojo que le falta parece corroborar la idea.
Asumo que él también aprovecha este momento de silencio para estudiar mi cara, así que no dejo de mirarlo a los ojos. Al ojo, más bien. Ojo que se abre bastante después de un rato, en sicronización con la ceja que se levanta.
¿Rodrigo Haym?
Sí, le respondo. No puede ser, dice en voz baja, como si no me hubiese oído. Sí que puede ser, le digo, pero sospecho que sigue sin prestarme atención. Se toma el mentón y baja la mirada. Está muerto, no puede ser él, cavila mientras comienza a dar pasos sin rumbo. No estoy muerto, soy yo, le digo mientras me acerco, y sería bueno saber quién mierda eres tú, lo único que recuerdo es tu abrigo. No me escucha. Sigue absorto en sus pensamientos. Oye, le digo mientras le tomo un hombro, soy Rodrigo Haym, trato de decir a continuación pero me sujeta el brazo y parte mi muñeca sobre su hombro, con suficiente dolor de por medio como para soltar la pistola, y luego de una vuelta en el aire caigo de espaldas al suelo. Antes de poder orientarme el abrigo vuelve a estar sobre mí, pero no me golpea. Esta vez él tiene la pistola y me pone el cañón en la frente.
Tú no eres Rodrigo Haym, me dice. Rodrigo Haym está muerto.
Es bastante probable que esté muerto o algo así, le respondo. Tú ya viste lo que pasó con ese ojo que te queda. Alguien normal no habría salido de ésta.
Y ahora tengo que creer que el fantasma de Haym ha venido a salvarme. Sí, claro. Tú no eres...
No he venido a salvarte. He venido porque reconozco ese abrigo pero no a ti, probablemente tu recuerdo ya haya muerto atropellado o electrocutado, y necesito que me digas de dónde me conoces, y si sabes algo sobre Sara.
¿Qué sabes tú de Sara?, me pregunta con violencia.
Que tengo que encontrarla, le respondo con la mejor cara de imperturbable que logro poner.
Me suelta y se pone de pie. Se rasca la cabeza y se pasa una mano por la boca, tocando con un dedo su nariz. A duras penas logro incorporarme, y escupo otro coágulo.
Haym está muerto, vuelve a decir, dándome la espalda.
Si tanto quieres que esté muerto, acepto, lo estoy. No me interesa estar vivo o que reconozcas que lo estoy. Me interesa que me digas lo que sepas sobre Sara.
¿Lo que sé sobre Sara?, dice al tiempo que gira y se acerca rápidamente a mí. Sospecho lo que pasará pero no tengo tiempo ni fuerza para reaccionar. El puñetazo impacta directamente mi mejilla izquierda y caigo al piso aparatosamente.
Sé que Sara fue mi mujer antes de que tu aparecieras, que fue feliz conmigo y que luego de meterse contigo empezaron todos sus problemas, me dice, y sus palabras me caen encima como un escupitajo.