jueves, enero 11, 2007

Setenta y tres

Todo pasó bastante rápido; lo suficiente como para que el relato y sus palabras se hagan largos y lentos y se pierda, por más conciso que sea uno, parte de la velocidad de las cosas.
Limitaciones del lenguaje, supongo.
Luego de la anímica información del tuerto, que me permitió saber, o más bien corroborar mi sospecha de que yo era el causante de la desgracia de Sara, y por eso ahora debía buscarla, porque ella había huído de mí, me quedé perplejo unos momentos. Muy pocos.
Luego creo que me puse de pie y lo sujeté del cuello. Creo, también, que intenté golpearlo.
Por supuesto que no lo logré. El sí. Sus puñetazos eran tan veloces que nisiquiera podía caer al suelo, aunque también es cierto que ahora él me sujetaba a mí del cuello. Y sus golpes incluían un ingrediente nuevo, que creí descifrar como rabia contenida por un largo tiempo. Este ingrediente le daba una fuerza descomunal a sus ya potentes puñetazos. Resultado: me iba a desfigurar la cara en un rato.
Pero no pudo seguir. El mundo comenzó a moverse aún más rápido que sus puños.
La puerta de la escalera se abrió y Frito apareció corriendo. Su pelo se erizó en menos de un segundo y luego se abalanzó sobre el tuerto, transformándose en una bestia sin el menor parecido al perro flaco y enfermo que yo conocía, y mordiéndole una pierna a mi atacante.
Luego entró un ejército de niños sonrientes, que apenas vieron el ataque de Frito comenzaron a reirse a carcajadas y a apuntar al tuerto con sus perfectos y diminutos dedos.
Y luego entró María, resoplando, agotada por quizá cuántos metros de escalera. Se paralizaron sus párpados y nos miró mientras nosotros la mirábamos a ella. Luego pestañeó, el tuerto me siguió golpeando, y María corrió hacia nosotros. Supe de inmediato lo que pensaba hacer, y por lo mismo tuve que olvidarfme de cualquier tipo de defensa contra los puñetazos para poder atravesarme entre quien me pegaba y quien quería matar al que lo hacía.
María hundió sus manos en mi pecho, pensando que lo hacía en el del tuerto, y esperó a que yo cayese. Lo hice, con la cara amoratada y con problemas para respirar debido a la sangre en mi nariz y garganta. Pero claro, yo no iba a morir, y mi tos mezclada con el temblor producto de tanto golpe la hizo darse cuenta de lo que había pasado.
Trató de levantarse para atacar a su verdadero objetivo, que ya no tenía protección posible. Logré sujetar una punta de su blusa y traté de decirle que no lo hiciera, pero no podía hablar. Así que solo la miré y me entendió. Volvió al suelo, a mi lado, y me abrazó.
Supongo que el tuerto pensó en sacarla de en medio y seguir golpéandome hasta matarme. Supongo que recapacitó, bien por mi aspecto o bien por el aspecto de María.
Todo eso sucedió en bastante menos tiempo del que me tardo en repasarlo con la mente. Y sólo fue el aperitivo. El plato principal fue cuando varios niños se acercaron corriendo al borde del edificio y comenzaron a treparse por la baranda, muertos de la risa. Literalmente muertos, o próximamente muertos, lo que sea.
Yo no podía hacer nada, y tampoco me interesaba hacerlo. María también sabía que todo esfuerzo sería inútil. Frito soltó la pierna que aún mordía y aulló, pero sin moverse de su lugar. El tuerto era el único que no sabía, el único al que nadie le había contado nuestra historia, y claro, después de un momento de parálisis partió corriendo, tratando de decidir en el camino qué niño había que salvar primero. Pero no había caso, todo era parte de una danza perfecta, que culminaría en una caída coral. Yo sólo me preguntaba si se reventarían contra el pavimento o desaparecerían antes.
Asombrosamente logró agarrar a uno, que dejó de reírse de inmediato e intentó zafarse de la gran mano que lo sujetaba. Todos los demás desaparecieron, excepto unos pocos que se quedaron en medio de la terraza, jugando entre ellos y con Frito. No me queda más esperanza ni consuelo que pensar que olvidaré los cumpleaños de gente que no me interesa.
Con ayuda de María me pongo de pie. Luego giro y trato, como un niño avergonzado, de que no me vea escupir una bola de sangre al suelo. Vuelvo a girar y claro, ahí está su mano con un pañuelo, limpiando mi boca. Me siento ridículo, además de viejo y lisiado.
A duras penas me acerco al tuerto y al niño. Al principio, María intenta detenerme, pero luego se limita a servir de bastón humano, sin dejar de mirar con odio a quien me dejó así. Esta vez las cosas suceden más lentamente que las palabras, y paso a paso logro llegar a mi objetivo. Han pasado minutos de silencio, sólo interrumpidos por mi tos y las risas de los niños.
Con la mano libre, el tuerto vuelve a tomarme del cuello. Supongo que quiere una explicación. Planeo dársela. Pero no puedo hablar. No puedo pensar. Me quedo mirándolo boquiabierto. Quizá es porque nos sujeta a mí y al niño al mismo tiempo, y se ha convertido en una especie de cable o algo así. No tengo idea. Sólo sé que me quedo callado un rato, me voy a algún lugar en mi cabeza, y luego vuelvo iluminado.
Ya sé quién eres. Yo también pensaba que estabas muerto, le digo y le sonrío. Primero mira mi boca sonriente, hinchada y llena de sangre, no lo culpo. Luego me mira a los ojos y sabe que digo la verdad.
Luego el niño le muerde la mano y vaya, tenía más fuerza que yo o el perro. Logra que lo suelten y corre directo a la baranda. Esta vez el tuerto no logra alcanzarlo.
Vuelve hacia nosotros y me queda mirando de nuevo.
Así que ahora me reconoces. Entonces me vas a explicar cómo es que estás vivo, qué pasa con estos niños y qué fue lo que pasó antes de separarte de Sara.
Sara, Sara, repito balbuceante. Tú sabes algo de Sara, no te reconozco, pero sí a tu abrigo. Dime lo que sabes de Sara.
María y el tuerto se miran. Ya le explicará ella sobre mis recuerdos, y hablaremos del que se llevó ese niño en caída libre al vacío.