domingo, febrero 04, 2007

Setenta y uno

Cuando conocí a Sara era una niña. O eso parecía. Lo cierto es que era una mujer adulta, tanto en edad como en inteligencia, pero por alguna razón seguía jugando a ser niña. Jugando a jugar.
Y probablemente por ahí pasó todo. Porque quería jugar y yo era lo suficientemente peligroso y diferente como para considerarme un juguete atractivo.
Durante mucho tiempo pensé que la había conquistado. Ahora sé que no pasó nada que ella no hubiese calculado. O por lo menos permitido.
Sonará cliché, pero éramos felices. Me miraba a los ojos, los dos, porque entonces aún no era tuerto, y me sonreía, y su mirada limpia y su sonrisa perfecta me hacían sentir indogno de una mujer tan perfecta.
Pero ella no era perfecta. Eso lo supe después. Y aunque nadie es perfecto, sus defectos la hacían, y la hace n incompatible conmigo.
Sara, lo entendí después, nunca estuvo dispuesta a no saber. Le atraía el misterio, pero no quería convivir con él.
Se enamoró de mí porque yo era misterioso. Porque no tenía idea de lo que pasaba en mi cabeza, porque no era capaz de calcular quién o qué era yo, siendo más viejo que ella y teniendo una vida claramente más difícil. Pero una vez que se convirtió en mi mujer, asumió que ese misterio debía desaparecer. Que ella había llegado para conocerme completamente.
Y había cosas que ella no debía saber.
En lo personal, consideraba que ella sólo debía saber que yo la amaba como a nadie. Además yo sospechaba, o mejor dicho sabía que ella también me ocultaba cosas, bien porque quería coquetear con su propia dosis de misterio, bien porque se avergonzaba del pasado, o simplemente éste no se acomodaba a su yo actual.
La diferencia es que yo estaba dispuesto a aceptar su misterio o, mejor dicho, aceptaba el hecho de que había elementos de su vida que no me incumbían.
Pero Sara no pensaba así. Todo el chiste de estar conmigo era desvelar el misterio. Los misterios. Conocerme. Perfectamente.
Y un buen día se decidió a preguntarme de qué vivía. Y yo callé por un rato, y luego inventé alguna profesión fácil y honrada. Y seguimos siendo felices.
Supongo que comenzó a sospechar cuando me quedé tuerto.
Sé perfectamente por qué terminé así, pero no recuerdo muy bien los detalles posteriores. Sé que llegué a mi casa, sin pensar en que le había dado mis llaves y en su promesa de esperarme esa noche en la cama. Sé que me sintió llegar y encerrarme en el baño, sé que me dije a mí mismo que era un estúpido por no tener seguro en la puerta. Sé que debería recordar su grito al verme, pero la verdad es que el terror le cerró la boca.
Sé que me vio con la cara cubierta de sangre y una mano tapando el agujero de mi ojo izquierdo. Y que ahí empezó todo.
Porque claro, Sara preguntó qué había pasado. Y claro, yo le dije que unos tipos me habían tratado de asaltar, que yo estaba borracho y quise defenderme, que al final fueron demasiados y decidieron vengarse por un par de tarados que dejé heridos en el suelo, y eligieron mi ojo como sacrificio.
Y claro, o al menos ahora claro, ella no me creyó.
Sus investigaciones fueron inútiles, porque eran infantiles. Pensaba que con sólo seguirme averiguaría todo. Pero si hubiese sido tan fácil yo habría muerto antes de conocerla.
De todas formas, aún sin pistas claras, comprendió que yo estaba metido en algún asunto raro. Y entonces comencé a sufrir un bombardeo diario de preguntas, escenas de celos fingidos y amenazas de largarse de mi vida. No importaba mucho, porque ella áun me amaba, o creía que me amaba, por el misterio. Y mis formas sutiles de esquivar el tema la fascinaban, pues le otorgaban más tiempo para estar conmigo y desenmascararme.
No le doy las gracias por haber seguido a mi lado después de perder un ojo y ganar una cicatriz que me cruza toda la cara. Es loable seguir amando a un desfigurado, pero yo sabía que Sara era más que eso. Sabía que me amaba por lo que era, no por como era. Y también sabía que a pesar suyo, había algo más en mí, aparte del simple misterio, que la forzaba a amarme.
En resumen, aunque Sara seguí empecinada en descubrir mis secretos, sin darse cuenta se había enamorado de mí. Quizá por eso mismo me dejó.
Pasó un día cualquiera. A esas alturas, Sara ya vivía conmigo y me esperaba sin preguntas, con la sola intención de lanzarse sobre mí apenas cruzara la puerta, y dejarse llevar hasta la cama. Pero ese día no la llevé a la cama. Ni siquiera la besé. Entré agitado, abrí un cajón y saqué algo que me guardé en el abrigo. Y cuando me disponía a salir, me la encontré en la puerta.
La conversación debe haber sido más corta de lo que recuerdo. Empezó a hacer preguntas y yo comencé a contestarlas, de forma rápida y vaga, porque tenía que salir de ahí lo antes posible.
Hasta que se lo dije: estaba apurado. Tenía trabajo que hacer.
Y ella preguntó, aún delante de la puerta, cuál era mi puto trabajo.
Y yo le respondí. Con la verdad.
Después de unos momentos de silencio se quitó de enmedio y pude salir sin problemas. A trabajar. Y cumplí.
Cuando volví a la casa, Sara no estaba. Sus cosas tampoco. Sabía perfectamente dónde vivía, pero no era necesario buscarla. Nuestra historia se había acabado.
Yo lo sabía desde antes de salir de mi casa. Desde antes de que dejara de obstruir la puerta. Lo supe desde que vi su cara dos segundos después de decirle que era asesino a sueldo.
El pánico que vi en su cara sólo lo había visto en los rostros de mis víctimas. Así que asumo que una de las cosas que pensó fue que yo podría matarla. Si lo vemos así, su huída no sólo es obvia, sino justificada. Además, ahora ya sabía que cualquier noche podía esperarme hasta el amanecer, hasta el mediodía, hasta la próxima semana, hasta siempre, y yo no aparecería más que en las noticias, como cadáver rescatado de un río.
El misterio que descubrió Sara fue más fuerte que ella. Y apesar de mi amor y del suyo, no fue capaz de soportarlo y decidió dejar su juguete.
Así que, en otras palabras, Sara se hizo realmente adulta gracias a mí, y olvidó los juguetes.
Volví a verla a los pocos días. Ella vivía cerca y frecuentaba los mismos lugares, incluyendo el bar donde sabía que yo aparecería todos los viernes por la noche.
Y me vio, y me saludó, y junto a unos tragos hablamos de mil cosas, excepto de mi trabajo y del hecho que ya no era mi mujer, que me había dejado y que, si yo era asesinado, ella lloraría por mí, pero a lo lejos.
La seguí viendo durante mucho tiempo, hasta que conoció a Haym y empezó una nueva historia, que para mí es un misterio.