miércoles, octubre 18, 2006

Setenta y nueve

Mi casa es extraña, decía, pero carajo, no sé si estoy muerto o vivo, me salen niños de la cabeza y, aunque es un perro común y corriente, Frito también tiene sus cosas raras.
Sin olvidar que, según ella, todo lo que toca se muere.
Pero su casa era extraña. Se me cayó el cigarrillo de la boca cuando entramos. Había una mesa, sillas, ventanas, cortinas, libros, un sillón, paredes, suelo de madera, lámparas, una alfombra. Y todo estaba en blanco y negro.
No estaba pintado blanco y negro. Se veía en blanco y negro.
Frito entró sin pensar ni preocuparse. Los putos perros ven siempre en blanco y negro, qué diferencia iba a notar. Los niños lo siguieron muertos de la risa. Perro y pendejos perdieron sus colores cuando entraron.
María esperaba junto a la puerta, mirándome. Yo la miré a ella, volvía mirar el interior de su casa, la miré a ella de nuevo. Recogí el cigarillo y entré.
Y quedé en blanco y negro también.
Giré y me topé con la espalda de María, que cerraba la puerta. Una espalda en blanco y negro. Luego giró y me sonrió.
Toda en blanco y negro, excepto por su boca, que seguía de color rojo.
Me sentí en la dimensión desconocida. En realidad, me sentí en cualquier programa de televisión de los años cincuenta. Aunque he visto pocos, si es que ninguno. Puede que ya lo haya olvidado.
Esta es mi casa, dijo. Ponte cómodo.
Y se puso a llorar.
Pensé que era por el tipo que había matado antes, y así era. Pero no por las razones que yo creía. No era alguien a quien amase o alguien que la amase a ella. Era simplemente un borracho que quiso robarle unos billetes y tocarle el culo. Y le quitó los billetes y le tocó el culo.
Y se murió. Y a ella le daba pena.
Todo eso me lo explicó en la extraña jerga que hablan las mujeres que se atoran con su llanto. Tenía ganas de preguntarle a cuánta gente había matado, así, por accidente, pero probablemente lloraría tanto que se hubiera asfixiado. Así que la tomé de la mano - gesto que observó con ojos de loca - y la llevé al sillón. Luego fui en busca de un vaso con agua, lo único fácil de encontrar en una cocina ajena.
Se lo ofrecí y me senté a su lado. Bebió un par de sorbos largos, y antes de recobrar el habla me tomó la mano de nuevo.
Quizás cuánto tiempo había pasado desde que no le tomaba la mano a alguien.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde que le tomé la mano a alguien, dijo.
Nos miramos callados. Los niños nos miraban en silencio. Frito se había quedado dormido en la alfombra.
Fue una incomodidad alegre. Como el momento justo antes de besar a alguien por primera vez.
No la besé. Sólo dije que su casa en realidad era extraña. Se rió. Luego se pasó una mano por las mejillas. Sí, lo es. Ya ni me acuerdo si al principio tenía colores, pero a mí me gusta, o por lo menos me he acostumbrado.
Nuestras manos seguían tomadas.
Cuéntame tu historia, me dijo. Le conté lo que sabía, que era más bien poco. Me pidió que le describiese a Sara. Lo hice, sin saltarme el más mínimo detalle, sin olvidar su forma de caminar, su forma de alejarse, de sonreír, de mirarme, de pestañear, de todo.
Me di cuenta de que recordaba todo acerca de Sara. Por un segundo me sentí feliz, pero luego pensé en que una por una todas esas cosas se me olvidarían, y la desesperación pasó una uña afilada por mi espalda.
A María le brillaban los ojos, y sonreía de una manera triste.
Nuestras manos seguían tomadas.
Me preguntó si estaba seguro de que quería buscar a Sara. Le dije que sí. Me preguntó por qué. Porque la necesito, respondí. Pero me dices que crees que ella huyó de ti, o algo así, entonces puede que ella no te necesite.
Me quedé pensando un rato.
Bueno, si ella no me necesita, ya me lo dirá cuando la encuentre, fue lo único que atiné a decir. Aunque dudo que la encuentre.
Por qué, me preguntó. Porque las cosas tienden a salirme mal, contesté casi automáticamente.
Y entonces para qué seguir buscando si crees que no la vas a encontrar.
Me quedé pensando un rato.
Y, en realidad, ¿para qué me afanaba tanto? ¿porque los niños me lo habían pedido? ¿porque no me quedaba otra? ¿porque sospechaba que el camino de mis recuerdos olvidados terminaba y, por lo tanto, comenzaba en ella? ¿porque en realidad yo no era tan pesimista como creía, y en realidad tenía esperanzas de encontrarla y obtener un final feliz? ¿era la posibilidad de tener a Sara conmigo, de nuevo, lo que me movía?
Quizás todas eran correctas. Quizá sólo algunas. Miré a María.
No sabes cuánto tiempo ha pasado desde que alguien te tomó la mano. Si no sabes, es que ya lo habías aceptado como algo permanente y absoluto. Lo que equivale a decir que habías dejado de esperar a que alguien te tomase la mano. Y aquí estoy yo, y mi mano. Que yo crea que no voy a encontrar a Sara no significa que no lo haré.
Me miró un rato. Luego miró nuestras manos, que seguían juntas. Luego me miró a los ojos y sus pupilas me perforaron. Luego me sonrió.
Espero que no te tardes tanto en encontrarla como te tardaste en llegar aquí, me dijo.
Nos quedamos un rato callados. No fue incómodo. Como los silencios luego de besar a alguien por primera vez.
Ya, ahora cuéntame tu historia, le dije.
Y comenzó a hablar. No nos soltamos la mano.