domingo, octubre 22, 2006

Setenta y ocho

Tampoco sé mucho. Hay un momento determinado en que los recuerdos se hacen pocos y muy difusos hacia atrás. Mi recuerdo más viejo es de cuando era niña. Estaba en la playa, y estaba feliz.
Supongo que en ese entonces no mataba a las personas al tocarlas.
A veces tengo miedo de que mi falta de recuerdos sea una barrera de protección. O sea, que hayan pasado cosas que, si las recordara, no me dejarían vivir. No recuerdo a mis padres, por ejemplo, o la casa donde nací. No recuerdo mi colegio, o a mis amigas, si las tuve.
Si los recuerdos perdidos son horribles, entonces no los quiero de vuelta.
Un día desperté corriendo. Llovía y yo corría por la calle, desesperada. No tengo idea de lo que pasó justo antes de eso. Tampoco me interesa saberlo.
Recuerdo que mi sudor se mezclaba con las gotas de lluvia. A pesar del pánico que sentía en ese momento, puedo evocar esa sensación aislada, y disfrutarla.
Mientras corría vi esta casa. Era pequeñita y se veía abandonada. Había un candado gordo en la puerta. Me metí por una ventana y adentro todo estaba lleno de polvo. Todo eran esas dos sillas de ahí, la cocina y un libro. La casa era oscura, sólo podía ver los contornos de las cosas.
Me tiré al suelo y me encogí como un bebé. Me puse a llorar y luego me dormí.
Al día siguiente desperté sin saber dónde estaba. Me costó un poco ubicarme. Luego revisé un poco la casa, tanteando las paredes con la mano, tocando las sillas, el suelo, reconociendo todo por el tacto. Poco después del mediodía volví a quedarme dormida y no desperté sino hasta el día siguiente, en que me atreví a salir de la casa. Llegué hasta la esquina y me devolví. Decidí que me quedaría aquí todo el tiempo que pudiera. En cuanto pensé en eso, sentí una punzada en el estómago, como si me clavasen un cuchillo. Llevaba casi dos días sin comer. Así que volví a salir. Llegué a un almacén y me revisé los bolsillos de la chaqueta que tenía puesta. Había un par de billetes y una tarjeta con el logotipo de una empresa y un número. No había pistas de a qué se dedicaba la empresa.
Entré al almacén y compré una ampolleta y comida para un par de días. Luego pedí el teléfono y llamé al número de la tarjeta.
No tuve que decir mi nombre, me reconocieron por la voz. Al otro lado del teléfono estaba un hombre, que me saludó y me dijo que por qué no había ido a trabajar. Le dije que estaba enferma. Luego me quedé callada un rato y decidí arriesgarme. Le dije que quería comenzar a trabajar desde mi casa, y que necesitaba un anticipo. No tenía la más mínima idea de cuál era mi trabajo, pero lo dije igual.
hubo un silencio. Luego, el hombre me dijo que se podía arreglar, pero que necesitaba mi dirección. Le di las señas de la casa abandonada.
Luego volví a la casa y busqué algo con qué romper el candado.
Luego entré en la casa y coloqué la ampolleta en una lámpara. La encendí y vi que la casa, aunque llena de polvo, era hermosa. Y me acordé del libro. Lo tomé y soplé la tapa. Era A la misteriosa, de Desnos. Qué quieres que te diga, fue un bonito gesto del destino. Se glisser dans ton ombre à la faveur de la nuit / Suivre tes pas, ton ombre à la fenêtre / Cette ombre à la fentêtre c'est toi, ce n'est pas une autre, c'est toi / N'ouvre pas cette fenêtre derrière les rideaux de laquelle tu bouges / Ferme les yeux.
Al día siguiente llegó una camioneta y se bajó un tipo con gorra. Me preguntó si yo era yo y le dije que sí. Luego me pasó un paquete, me saludó tocándose la gorra con los dedos y se fue.
Entré y encendí la lámpara. Abrí el paquete y me encontré con un fajo de billetes, un libro y una grabadora.
Resultó que mi trabajo era grabar libros para ciegos. No era un mal trabajo, y luego descubrí que aunque la paga era miserable, me alcanzaba.
Como te habrás imaginado, hasta ese momento no había tocado a nadie. Ni al viejito del almacén, ni al repartidor, ni a nadie. Es increíble el nivel de interacción que puedes tener con los demás, hasta el punto de que pueden pasarte cosas con sus manos y recibir de las tuyas otras tantas, sin tocarte.
Sólo te voy a contar la primera vez. Me niego a recordar más que eso en este momento.
Casi no salía de la casa. Todavía tenía algo de miedo, no olvidaba que alguien me perseguía, y trataba de pasar lo más desapercibida posible. Sólo salí del barrio cuando tuve que comprar el refrigerador.
Un día fui al almacén y compré huevos. Ya de vuelta, me crucé con un tipo que paseaba a su perro, no sé de qué raza era, pero era grande. Cuando estábamos casi al lado, el perro se volvió loco e intentó atacarme. Por ridículo que parezca, traté de protegerme con los huevos. El tipo intentó controlar al perro pero no pudo, así que se interpuso entre él y yo. El perro saltó sobre él y lo empujó. Cayó sobre mí, y luego caímos los dos al suelo. Se levantó rápidamente y me tomó la mano para levantarme. Alcancé a levantarme, pero ya estaba pálido. Cayó al suelo, y en mis manos había sangre, aunque al hombre no se le veían heridas.
Entonces el perro me atacó. Alcancé a poner un brazo delante de mi cara, y el perro lo mordió. Al poco rato estaba tan muerto como su dueño. Yo no entendía nada. Lo único que hacía era mirar los huevos esparcidos por el piso. Me quedé así, mirándolos, hasta que mi propio temblor me sacó del trance y comencé a entender lo que estaba pasando.
Salí corriendo, llegué aquí y me encerré. Lloré, sentada en el suelo, apoyada en la pared, cubiréndome la cabeza con las manos. No pude dormir, y no pude dejar de llorar.
Unos días después tuve que salir, porque me había quedado sin comida. Fui al almacén, con la precaución de ir por otro camino y evitar el lugar donde había sucedido todo. Sin preguntarle, el viejito del almacén me contó de un tipo al que su propio perro lo había atacado, en plena calle. El perro no alcanzó a morderlo, sólo a rasguñarlo, pero al pobre hombre le había dado un infarto de la impresión. Nadie sabía muy bien por qué el perro estaba muerto, pero algunos pensaban que, mientras forcejeaban y antes de morir, el hombre lo había ahorcado.
Volví blanca. Volví a llorar. Conforme pasaron los días comprendí que ésa versión era la que todos, incluída la policía, creían. No me preguntes cómo, pero así fue.
Lo demás, en pocas palabras, es un largo aislamiento en esta casa, salpicado de unos pocos accidentes como el primero, que ya dije que no contaría.
Y luego llegaste tú.
No es una historia muy buena, ni muy alegre. No es una historia, en realidad. Es mi vida.