viernes, octubre 27, 2006

Setenta y siete

María camina muy lentamente. Me da la impresión de que, antes de dar cada paso, mira cuidadosamente en todas las direcciones posibles. Su rostro es serio. No habla. Está demasiado concentrada. Para ella, caminar es una tortura, o al menos una tarea nada fácil, eso está claro.
Su mano, sujetando la mía, está apretada. Tensa.
Le digo que no se preocupe. Que nadie excepto yo puede tocarla, porque está rodeada por los niños y por Frito. Por supuesto, a los niños no los ve nadie expecto nosotros dos y el perro, y probablemente además de invisibles sean incorpóreos. Pero me arriesgo a mentirle porque espero a que se arriesgue a creer en lo que sabe es una mentira.
Me sonríe. Acepta.
Supongo que si dos personas se ponen de acuerdo para creer en algo que no saben si es cierto, vale como verdad para esas dos personas. Supongo. Espero que María piense lo mismo. En realidad, espero que Sara suponga lo mismo.
Decido postergar un poco mis preocupaciones, ya que hasta que no encuentre a Sara valen bien poco. Decido forzar una sonrisa y tratar de establecer una conversación con María, hablar por el sólo gusto de hablar, o más bien por el gusto de tener la mente ocupada en la tarea de no dejarse agarrar por el silencio.
Hablamos, y hablamos. De todo. De nada. Nos reímos.
Pasa el tiempo y el paseo se vuelve cada vez más sin sentido. Salimos con la esperanza de encontrar alguna pista sobre Sara, pero no sabemos nada. No espero que Frito vuelva a encontrar su rastro. Extrañamente, ninguno de los enanos se ha suicidado.
No pasa nada.
Pienso: no pasa nada, y de inmediato siento un rechazo. ¿Y qué tenía que pasar? Llevo meses buscando y no ha pasado nada, al menos nada que tenga que ver directamente con Sara.
Pero no. Mejor pienso de nuevo: buscarla no significa encontrarla. No por eso voy a dejar de buscar. Por último para no quedar como un mentiroso frente a María. Por último, para no quedar como un mentiroso frente a mí mismo. Y porque no tengo, en realidad, otro propósito en la vida, al menos ahora mismo.
Voy a seguir buscando.
Cuando termino de pensar eso, estamos sentados en un banco. María me mira con los ojos entrecerrados, como temerosa de preguntar algo. Imagino que debo tener la cara algo descompuesta.
Le sonrío. Adelante, pregunta.
No, sólo pensé que no te sentías muy bien.
No me siento muy bien. Es que sería mucho mejor todo si al menos tuviese una pista.
Ah.
Silencio.
Pasa el rato. Todo es silencio. En mi cabeza, sólo se escucha un murmullo, soy yo mismo pidiendo, suplicando una pista, algo que me ayude en mi búsqueda, algo que me saque de aquí, algo que me deje creer en mis propias palabras.
Y en eso, claro, en vez de una pista, sucedió que uno de los niños se trepó a un árbol y luego se tiró de cabeza al suelo, cayó y se quedó inmóvil por un segundo. Luego desapareció.
Instintivamente abracé a María y le tapé la boca con una mano. Sabía que gritaría. Se ovilló en mi abrazo para no mirar, aunque ya no había nada que mirar, sólo un montón de otros pendejos curiosos examinando el lugar donde el otro, o su cadáver, debería estar.
Pasó un rato. Luego más. María no se soltaba. Yo tampoco la soltaba a ella. La cosa se puso algo incómoda. Sobre todo porque en lo único que podía pensar en ese momento era en Sara, y en qué diablos sería lo que olvidaría esta vez. Aunque sabía, o sospechaba, que no tendría nada que ver con Sara.
Entonces, por un segundo, la idea pasó volando bajo y me pegó en el cráneo: si los recuerdos de Sara son los últimos que desaparecerán, entonces lo único que tengo que hacer es comenzar a matar niños hasta que no recuerde nada más que a Sara. Entoces podré concentrarme y organizar los recuerdos, y me guiarán a ella.
Una teoría sin pies ni cabeza, pero fue la idea. Se la expliqué a María. Primero miró a los niños y luego me miró a mí, horrorizada. Luego, su expresión cambió un poco. Del asco ante una idea claramente sádica, a una especie de pesar.
No me preocupé. Me dirigí hacia los niños, sonriendo. Mal que mal, los odiaba.
De pronto me sentí sujetado por dos brazos que me abrazaban desde atrás. Era María. Intentaba detenerme. Los niños giraron, todos, y perdieron la sonrisa. Frito se levantó de donde estaba echado y me gruñó.
Los niños hablaron: si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no la encuentras pierdes.
Silencio.
Se me cierran los puños. Me enfurezco. María no puede detenerme. Frito me muerde una pierna. Sigo avanzando.
Los niños repiten: si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no la encuentras pierdes.
Esto no es un puto juego, grito.
Sujeto a uno del cuello. Comienzo a ahorcarlo. Dame una puta pista, le grito. Pero da la impresión de que le estoy impolrando, con un sollozo.
Me mira. Si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no la encuentras pierdes.
Cierro los ojos. Aprieto y aprieto. Más. De pronto, escucho un crujido. Su cuello se hace blando y delgado.
Cuando abro los ojos no tengo nada en las manos.
Siento los brazos de María a mi alrededor, pero están aflojando de a poco. Frito me suelta la pierna ensangrentada. Los niños me miran en silencio. Luego comienzan a reírse. A carcajadas.
Me apuntan con el dedo.
Yo caigo al suelo de rodillas, con el cuerpo de María sobre mi espalda y lágrimas en los ojos.
Antes de ponerme a llorar como un niño lanzo un alarido. Los brazos de María vuelven a apretarse en torno a mi pecho.
Ya no puedo recordar las manos de Sara.

domingo, octubre 22, 2006

Setenta y ocho

Tampoco sé mucho. Hay un momento determinado en que los recuerdos se hacen pocos y muy difusos hacia atrás. Mi recuerdo más viejo es de cuando era niña. Estaba en la playa, y estaba feliz.
Supongo que en ese entonces no mataba a las personas al tocarlas.
A veces tengo miedo de que mi falta de recuerdos sea una barrera de protección. O sea, que hayan pasado cosas que, si las recordara, no me dejarían vivir. No recuerdo a mis padres, por ejemplo, o la casa donde nací. No recuerdo mi colegio, o a mis amigas, si las tuve.
Si los recuerdos perdidos son horribles, entonces no los quiero de vuelta.
Un día desperté corriendo. Llovía y yo corría por la calle, desesperada. No tengo idea de lo que pasó justo antes de eso. Tampoco me interesa saberlo.
Recuerdo que mi sudor se mezclaba con las gotas de lluvia. A pesar del pánico que sentía en ese momento, puedo evocar esa sensación aislada, y disfrutarla.
Mientras corría vi esta casa. Era pequeñita y se veía abandonada. Había un candado gordo en la puerta. Me metí por una ventana y adentro todo estaba lleno de polvo. Todo eran esas dos sillas de ahí, la cocina y un libro. La casa era oscura, sólo podía ver los contornos de las cosas.
Me tiré al suelo y me encogí como un bebé. Me puse a llorar y luego me dormí.
Al día siguiente desperté sin saber dónde estaba. Me costó un poco ubicarme. Luego revisé un poco la casa, tanteando las paredes con la mano, tocando las sillas, el suelo, reconociendo todo por el tacto. Poco después del mediodía volví a quedarme dormida y no desperté sino hasta el día siguiente, en que me atreví a salir de la casa. Llegué hasta la esquina y me devolví. Decidí que me quedaría aquí todo el tiempo que pudiera. En cuanto pensé en eso, sentí una punzada en el estómago, como si me clavasen un cuchillo. Llevaba casi dos días sin comer. Así que volví a salir. Llegué a un almacén y me revisé los bolsillos de la chaqueta que tenía puesta. Había un par de billetes y una tarjeta con el logotipo de una empresa y un número. No había pistas de a qué se dedicaba la empresa.
Entré al almacén y compré una ampolleta y comida para un par de días. Luego pedí el teléfono y llamé al número de la tarjeta.
No tuve que decir mi nombre, me reconocieron por la voz. Al otro lado del teléfono estaba un hombre, que me saludó y me dijo que por qué no había ido a trabajar. Le dije que estaba enferma. Luego me quedé callada un rato y decidí arriesgarme. Le dije que quería comenzar a trabajar desde mi casa, y que necesitaba un anticipo. No tenía la más mínima idea de cuál era mi trabajo, pero lo dije igual.
hubo un silencio. Luego, el hombre me dijo que se podía arreglar, pero que necesitaba mi dirección. Le di las señas de la casa abandonada.
Luego volví a la casa y busqué algo con qué romper el candado.
Luego entré en la casa y coloqué la ampolleta en una lámpara. La encendí y vi que la casa, aunque llena de polvo, era hermosa. Y me acordé del libro. Lo tomé y soplé la tapa. Era A la misteriosa, de Desnos. Qué quieres que te diga, fue un bonito gesto del destino. Se glisser dans ton ombre à la faveur de la nuit / Suivre tes pas, ton ombre à la fenêtre / Cette ombre à la fentêtre c'est toi, ce n'est pas une autre, c'est toi / N'ouvre pas cette fenêtre derrière les rideaux de laquelle tu bouges / Ferme les yeux.
Al día siguiente llegó una camioneta y se bajó un tipo con gorra. Me preguntó si yo era yo y le dije que sí. Luego me pasó un paquete, me saludó tocándose la gorra con los dedos y se fue.
Entré y encendí la lámpara. Abrí el paquete y me encontré con un fajo de billetes, un libro y una grabadora.
Resultó que mi trabajo era grabar libros para ciegos. No era un mal trabajo, y luego descubrí que aunque la paga era miserable, me alcanzaba.
Como te habrás imaginado, hasta ese momento no había tocado a nadie. Ni al viejito del almacén, ni al repartidor, ni a nadie. Es increíble el nivel de interacción que puedes tener con los demás, hasta el punto de que pueden pasarte cosas con sus manos y recibir de las tuyas otras tantas, sin tocarte.
Sólo te voy a contar la primera vez. Me niego a recordar más que eso en este momento.
Casi no salía de la casa. Todavía tenía algo de miedo, no olvidaba que alguien me perseguía, y trataba de pasar lo más desapercibida posible. Sólo salí del barrio cuando tuve que comprar el refrigerador.
Un día fui al almacén y compré huevos. Ya de vuelta, me crucé con un tipo que paseaba a su perro, no sé de qué raza era, pero era grande. Cuando estábamos casi al lado, el perro se volvió loco e intentó atacarme. Por ridículo que parezca, traté de protegerme con los huevos. El tipo intentó controlar al perro pero no pudo, así que se interpuso entre él y yo. El perro saltó sobre él y lo empujó. Cayó sobre mí, y luego caímos los dos al suelo. Se levantó rápidamente y me tomó la mano para levantarme. Alcancé a levantarme, pero ya estaba pálido. Cayó al suelo, y en mis manos había sangre, aunque al hombre no se le veían heridas.
Entonces el perro me atacó. Alcancé a poner un brazo delante de mi cara, y el perro lo mordió. Al poco rato estaba tan muerto como su dueño. Yo no entendía nada. Lo único que hacía era mirar los huevos esparcidos por el piso. Me quedé así, mirándolos, hasta que mi propio temblor me sacó del trance y comencé a entender lo que estaba pasando.
Salí corriendo, llegué aquí y me encerré. Lloré, sentada en el suelo, apoyada en la pared, cubiréndome la cabeza con las manos. No pude dormir, y no pude dejar de llorar.
Unos días después tuve que salir, porque me había quedado sin comida. Fui al almacén, con la precaución de ir por otro camino y evitar el lugar donde había sucedido todo. Sin preguntarle, el viejito del almacén me contó de un tipo al que su propio perro lo había atacado, en plena calle. El perro no alcanzó a morderlo, sólo a rasguñarlo, pero al pobre hombre le había dado un infarto de la impresión. Nadie sabía muy bien por qué el perro estaba muerto, pero algunos pensaban que, mientras forcejeaban y antes de morir, el hombre lo había ahorcado.
Volví blanca. Volví a llorar. Conforme pasaron los días comprendí que ésa versión era la que todos, incluída la policía, creían. No me preguntes cómo, pero así fue.
Lo demás, en pocas palabras, es un largo aislamiento en esta casa, salpicado de unos pocos accidentes como el primero, que ya dije que no contaría.
Y luego llegaste tú.
No es una historia muy buena, ni muy alegre. No es una historia, en realidad. Es mi vida.

miércoles, octubre 18, 2006

Setenta y nueve

Mi casa es extraña, decía, pero carajo, no sé si estoy muerto o vivo, me salen niños de la cabeza y, aunque es un perro común y corriente, Frito también tiene sus cosas raras.
Sin olvidar que, según ella, todo lo que toca se muere.
Pero su casa era extraña. Se me cayó el cigarrillo de la boca cuando entramos. Había una mesa, sillas, ventanas, cortinas, libros, un sillón, paredes, suelo de madera, lámparas, una alfombra. Y todo estaba en blanco y negro.
No estaba pintado blanco y negro. Se veía en blanco y negro.
Frito entró sin pensar ni preocuparse. Los putos perros ven siempre en blanco y negro, qué diferencia iba a notar. Los niños lo siguieron muertos de la risa. Perro y pendejos perdieron sus colores cuando entraron.
María esperaba junto a la puerta, mirándome. Yo la miré a ella, volvía mirar el interior de su casa, la miré a ella de nuevo. Recogí el cigarillo y entré.
Y quedé en blanco y negro también.
Giré y me topé con la espalda de María, que cerraba la puerta. Una espalda en blanco y negro. Luego giró y me sonrió.
Toda en blanco y negro, excepto por su boca, que seguía de color rojo.
Me sentí en la dimensión desconocida. En realidad, me sentí en cualquier programa de televisión de los años cincuenta. Aunque he visto pocos, si es que ninguno. Puede que ya lo haya olvidado.
Esta es mi casa, dijo. Ponte cómodo.
Y se puso a llorar.
Pensé que era por el tipo que había matado antes, y así era. Pero no por las razones que yo creía. No era alguien a quien amase o alguien que la amase a ella. Era simplemente un borracho que quiso robarle unos billetes y tocarle el culo. Y le quitó los billetes y le tocó el culo.
Y se murió. Y a ella le daba pena.
Todo eso me lo explicó en la extraña jerga que hablan las mujeres que se atoran con su llanto. Tenía ganas de preguntarle a cuánta gente había matado, así, por accidente, pero probablemente lloraría tanto que se hubiera asfixiado. Así que la tomé de la mano - gesto que observó con ojos de loca - y la llevé al sillón. Luego fui en busca de un vaso con agua, lo único fácil de encontrar en una cocina ajena.
Se lo ofrecí y me senté a su lado. Bebió un par de sorbos largos, y antes de recobrar el habla me tomó la mano de nuevo.
Quizás cuánto tiempo había pasado desde que no le tomaba la mano a alguien.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde que le tomé la mano a alguien, dijo.
Nos miramos callados. Los niños nos miraban en silencio. Frito se había quedado dormido en la alfombra.
Fue una incomodidad alegre. Como el momento justo antes de besar a alguien por primera vez.
No la besé. Sólo dije que su casa en realidad era extraña. Se rió. Luego se pasó una mano por las mejillas. Sí, lo es. Ya ni me acuerdo si al principio tenía colores, pero a mí me gusta, o por lo menos me he acostumbrado.
Nuestras manos seguían tomadas.
Cuéntame tu historia, me dijo. Le conté lo que sabía, que era más bien poco. Me pidió que le describiese a Sara. Lo hice, sin saltarme el más mínimo detalle, sin olvidar su forma de caminar, su forma de alejarse, de sonreír, de mirarme, de pestañear, de todo.
Me di cuenta de que recordaba todo acerca de Sara. Por un segundo me sentí feliz, pero luego pensé en que una por una todas esas cosas se me olvidarían, y la desesperación pasó una uña afilada por mi espalda.
A María le brillaban los ojos, y sonreía de una manera triste.
Nuestras manos seguían tomadas.
Me preguntó si estaba seguro de que quería buscar a Sara. Le dije que sí. Me preguntó por qué. Porque la necesito, respondí. Pero me dices que crees que ella huyó de ti, o algo así, entonces puede que ella no te necesite.
Me quedé pensando un rato.
Bueno, si ella no me necesita, ya me lo dirá cuando la encuentre, fue lo único que atiné a decir. Aunque dudo que la encuentre.
Por qué, me preguntó. Porque las cosas tienden a salirme mal, contesté casi automáticamente.
Y entonces para qué seguir buscando si crees que no la vas a encontrar.
Me quedé pensando un rato.
Y, en realidad, ¿para qué me afanaba tanto? ¿porque los niños me lo habían pedido? ¿porque no me quedaba otra? ¿porque sospechaba que el camino de mis recuerdos olvidados terminaba y, por lo tanto, comenzaba en ella? ¿porque en realidad yo no era tan pesimista como creía, y en realidad tenía esperanzas de encontrarla y obtener un final feliz? ¿era la posibilidad de tener a Sara conmigo, de nuevo, lo que me movía?
Quizás todas eran correctas. Quizá sólo algunas. Miré a María.
No sabes cuánto tiempo ha pasado desde que alguien te tomó la mano. Si no sabes, es que ya lo habías aceptado como algo permanente y absoluto. Lo que equivale a decir que habías dejado de esperar a que alguien te tomase la mano. Y aquí estoy yo, y mi mano. Que yo crea que no voy a encontrar a Sara no significa que no lo haré.
Me miró un rato. Luego miró nuestras manos, que seguían juntas. Luego me miró a los ojos y sus pupilas me perforaron. Luego me sonrió.
Espero que no te tardes tanto en encontrarla como te tardaste en llegar aquí, me dijo.
Nos quedamos un rato callados. No fue incómodo. Como los silencios luego de besar a alguien por primera vez.
Ya, ahora cuéntame tu historia, le dije.
Y comenzó a hablar. No nos soltamos la mano.

martes, octubre 17, 2006

Intermezzo

La mayoría de las veces las cosas no pasan. Uno, como es huevón, se queda mirando y esperando que pasen, pero no pasan. No estamos en Disneylandia.
Pero a veces pasan.
Y te pones contento.
Pero el verbo es ese: pasar. De "ahora estoy, ahora no estoy", como diría Fresán.
Entenderán que necesito apoyarme en la cita para hacer esto menos personal.
¿Les cuento el final? No. Les cuento el principio. Haym comienza a olvidar, y supuestamente lo último que olvidará es a Sara. Sara no recuerda nada, y lo último que recordará es a Haym.
No se preocupen, aunque lo parezca no conté el final. Les conté hasta el capítulo 20, o quizás el 30, más o menos.
(Vamos en el 80... igual falta sus buenos años, así como voy).
Kurt Cobain se ríe. Se ríe, sí, a la mitad de "Milk it". Si el se reía, entonces cómo no voy a poder reirme yo.
A Layne Staley no le funcionaba el hígado y se cagaba en los pantalones y también se reía, despues de lanzarse al speedball para no pensar en su novia muerta. Cómo no voy a poder reirme yo.
Si en reírse está la clave. Cuando te ríes con alguien, ese alguien es importante. Y no deberías tratar de buscar más. Bueno, puedes buscar más, pero allá tú. La garantía no lo cubre.
Intermezzo dentro del intermezzo. ¿Qué les pasó a Haym y a Sara? ¿Por qué se separaron? ¿Por qué ahora se buscan? ¿Por qué me refiero a Haym por el apellido, pero a ella por el nombre (esta última pregunta, si lo pensamos bien, no debería ser formulada frente a un psiquiatra)?
Yo no necesito preguntarme eso. Porque pasa que, lo quiera o no, se rían ustedes o no, yo soy Haym.
Gran falla (aunque yo no creo que sea falla, no podría contar [léase: maquillar para hacer interesantes] vidas ajenas): mis personajes siempre son yo, y así puta que es fácil imaginarse "lo que diría/haría/gritaría/vomitaría Haym si le pasara X o Y".
Y aún siendo él yo, o yo él, o como sea, igual me pregunto por qué. Por qué. Por qué aparecieron así en mi cabeza, por qué me decidí a torturalos (torturarme, como escritor y personaje) por 100 capítulos, por qué las vidas felices no sirven para las historias.
Fin del intermezzo dentro del intermezzo.
Y ahora qué.
Ahora que lo expliqué todo sin explicar nada, queda poner a Calamaro las 24 horas del día, para repetir cada cinco minutos, aproximadamente: a este hijo de puta se le ocurrió primero cómo decirlo para que suene divertido sin perder lo trágico y encima lo hizo canción. Referencia: escucho 'Los Aviones' y pienso que en vez de vivir estoy actuando para que en el futuro las líneas temporales se hagan difusas, y las generaciones por venir crean que mi vida era el puto videoclip de la canción.
Queda poner a Nirvana por el puro placer enfermo de recordar que uno ya no tiene 15 años, que odiar la vida ya no es tan fácil, que en aquel entonces suicidarse habría sido tan sencillo, porque cuando uno hace las cosas preso del pánico casi siempre salen bien, que en esos días no lo considerarías una estupidez como ahora, pero quizás en esos días tampoco tenías tantas ganas como ahora. Referencia: escuchar el Unplugged y sentirse viejo, escuchar el Bleach y sentirse joven. Patético. Consuelo (que en realidad no habla muy bien de uno): escuchar el In Utero y sentirse interpretado. Gracias.
Queda poner bandas metal de esas formadas por cuatro chascones a los que la vida no les resultó muy bien, pero que por lo menos tocaban decentemente, los muy hijos de puta, y decidieron hacer canciones explicando con voz gutural que la vida es una mierda. A algunas de esas bandas las conoce alguna gente, como Opeth, a otras ni su madre, como Shape of Despair. ¿Y para qué escucharlas? Por el simple hecho de que deprimirse cabeceando tiene más estilo que mirando el techo. Y además la piscola se te va a la cabeza más rápido.
Queda mirar la corbata, ponérsela al cuello, hacer el nudo. Reírse como un estúpido recordando para qué querías usarla aquella vez. Preguntarse si te estás riendo para evitar pensar que deberías haberla usado. Suspirar aliviado porque te ríes como un estúpido no para evitar pensar, sino porque simplemente eres estúpido.
En resumidas cuentas, lo que queda es deprimirse, porque es justo y necesario. A los muertos los dejan hasta tres días tomando sol antes de taparlos con tierra, entonces es necesario guardar un luto cuando no estás muerto pero tampoco te sientes vivo.
Según mi ritmo de posteo en este blog, a Haym le quedan por lo menos un par de años antes de encontrar a Sara. En este momento puedo imaginármelo (a Haym el personaje, que soy yo mismo, pero no soy yo, sepan entender) buscando, buscando. Y sé que la tiene que encontrar, porque si no para qué mierda escribo esto. Pero en este preciso instante, quisiera que no la encontrase.
Porque será feliz con ella (probablemente), pero después volverá a su destino ingrato de personaje, y no me quedará otra que hacerlo pasar un mal rato. Digamos que no quiero que sea feliz porque luego tendré que convertirlo en un desgraciado mayor de lo que era antes.
Y es como si me lo hiciese a mí mismo. Porque soy Haym.
Y por eso mismo sé que encontrará a su Sara.
Y sé que luego lo va a pasar mal.
Porque a veces, sólo a veces, las cosas pasan. Pero en realidad pasan: llegan, y después se van.
Y te quedas mirando con cara de perdido cómo se aleja(n).
Si es que no te alejas tú primero para que el público no vea algo feo.
Y luego te vas a tu casa, y fumas, y bebes, y escribes. Escribes, porque es lo que sabes hacer, lo que de tanto en tanto necesitas hacer, lo que probablemente, para bien o para mal, termines haciendo por el resto de tu vida, sea ésta larga o corta.
Escribes, y escribes, pero al final nunca logras explicarte nada.


Nota: dislexia en este post powered by capel 35º.
Nota 2: esto no tiene nada que ver (o mucho que ver) con la novela.

miércoles, octubre 11, 2006

Ochenta

Alguien dispara.
No soy yo, no es Él.
No sé su nombre.
Nos pueden matar. No sé su nombre.
Cómo te llamas, pregunto.
Me mira. Su único ojo me mira. Su única boca sonríe.
Me dan ganas de golpearlo. Me dan ganas de llorar. Se ríe.
Salimos a buscar a quién sabe quién. Rodrigo Haym está muerto. Si es a él a quien busco, entonces estoy perdida. Y si no, entonces a quién.
Odio este jueguito de ir recordando de a poco. Lo odio. Tengo ganas de dejar de caminar y quedarme bien quieta, en el suelo, y llorar, y esperar pacientemente, llorando, a que alguien se acerque y me solucione el problema.
Pero sigo caminando. Más que nada porque Él sigue caminando y es todo lo que tengo.
No es justo.
Me dice que visitaremos a algunas personas, que hablaremos con gente que sabe cosas. Que primero que todo, comprobaremos si Haym está muerto o no.
Primero que todo. Lo dice correctamente. Qué tonto. Todo el mundo dice primero que nada. Yo digo primero que nada. El mundo no se acaba porque uno dice primero que nada.
No quiero pensar en lo que va a pasar.
Yo visito a algunas personas, pero es Él quien que habla. El primero es un viejo. Asegura que Haym está muerto y enterrado. El segundo es un cabro chico. Se encoge de hombros y dice que quién mierda es Rodrigo Haym.
La tercera es una señora. Dueña de un almacén. No nos deja entrar. En los ojos se nota que odia a mi acompañante. A mí me mira como si fuese una puta que le robó el marido.
Y cuando hablamos con la cuarta persona alguien empieza a dispararnos.
A la cuarta persona no la buscamos nosotros. Nosotros ya nos habíamos rendido. Yo me había rendido. Él, creo, buscaba alguna forma de hacerme creer que no se había rendido, que le permitiese dejar de buscar.
Llegamos a un parque y nos sentamos. Estoy cansada. Me duelen los pies. Me duele todo. La cabeza y lo que podría llamar el alma, si fuese una niña cursi, también. Frente a nosotros hay un vagabundo. Me parece conocido.
El angelito, dice, y me apunta. Ahora me acuerdo.
Él me mira. Luego lo inspecciona con su ojo. Se levanta y va hacia el vagabundo. Al pobre hombre se le nota el pánico, así que me levanto yo también para que no crea que le van a dar una paliza.
El angelito, repite, balbuceando. Lo mira a Él y a mí, parpadeando rápido, con cara de susto. Pobrecito.
La conoces, pregunta Él. El angelito, responde el vagabundo. Él me mira levantando la ceja sobre su ojo bueno, como diciendo: éste es bruto, vámonos.
El angelito del que hablaba el fantasma, dice el vagabundo, y sonríe, como un niño que espera un premio.
Cuál fantasma.
El que pasó el otro día por acá.
Cómo era.
Así, asá. Lo describe.
Él me mira y su ojo me perfora.
Es Haym. Seguro. Así que estaba vivo el hijo de puta ése.
Entonces es cuando empiezan los disparos.
Al vagabundo le llega uno, eso seguro, porque grita y cae al suelo. Espero que no lo haya matado, espero por favor que no lo haya matado, o no me voy a poder olvidar nunca de su rostro.
Él me toma del brazo y nos alejamos corriendo. Siguen disparando. No sé su nombre.
Cómo te llamas, pregunto.
Me mira. Su único ojo me mira. Su única boca sonríe.
Me dan ganas de golpearlo. Me dan ganas de llorar. Se ríe.
No te preocupes, me persiguen a mí, a ti ni te conocen. Búscalo, yo te buscaré a ti.
Luego me tira contra un callejón y sigue corriendo. Los disparos lo siguen. Me quedo sola.
En el callejón hay un niño. Se ríe.
Sé que, cuando desaparezca, sabré el nombre que Él no me quiso decir. No sé si me servirá saberlo, porque no sé si seguirá vivo.