Setenta y siete
María camina muy lentamente. Me da la impresión de que, antes de dar cada paso, mira cuidadosamente en todas las direcciones posibles. Su rostro es serio. No habla. Está demasiado concentrada. Para ella, caminar es una tortura, o al menos una tarea nada fácil, eso está claro.
Su mano, sujetando la mía, está apretada. Tensa.
Le digo que no se preocupe. Que nadie excepto yo puede tocarla, porque está rodeada por los niños y por Frito. Por supuesto, a los niños no los ve nadie expecto nosotros dos y el perro, y probablemente además de invisibles sean incorpóreos. Pero me arriesgo a mentirle porque espero a que se arriesgue a creer en lo que sabe es una mentira.
Me sonríe. Acepta.
Supongo que si dos personas se ponen de acuerdo para creer en algo que no saben si es cierto, vale como verdad para esas dos personas. Supongo. Espero que María piense lo mismo. En realidad, espero que Sara suponga lo mismo.
Decido postergar un poco mis preocupaciones, ya que hasta que no encuentre a Sara valen bien poco. Decido forzar una sonrisa y tratar de establecer una conversación con María, hablar por el sólo gusto de hablar, o más bien por el gusto de tener la mente ocupada en la tarea de no dejarse agarrar por el silencio.
Hablamos, y hablamos. De todo. De nada. Nos reímos.
Pasa el tiempo y el paseo se vuelve cada vez más sin sentido. Salimos con la esperanza de encontrar alguna pista sobre Sara, pero no sabemos nada. No espero que Frito vuelva a encontrar su rastro. Extrañamente, ninguno de los enanos se ha suicidado.
No pasa nada.
Pienso: no pasa nada, y de inmediato siento un rechazo. ¿Y qué tenía que pasar? Llevo meses buscando y no ha pasado nada, al menos nada que tenga que ver directamente con Sara.
Pero no. Mejor pienso de nuevo: buscarla no significa encontrarla. No por eso voy a dejar de buscar. Por último para no quedar como un mentiroso frente a María. Por último, para no quedar como un mentiroso frente a mí mismo. Y porque no tengo, en realidad, otro propósito en la vida, al menos ahora mismo.
Voy a seguir buscando.
Cuando termino de pensar eso, estamos sentados en un banco. María me mira con los ojos entrecerrados, como temerosa de preguntar algo. Imagino que debo tener la cara algo descompuesta.
Le sonrío. Adelante, pregunta.
No, sólo pensé que no te sentías muy bien.
No me siento muy bien. Es que sería mucho mejor todo si al menos tuviese una pista.
Ah.
Silencio.
Pasa el rato. Todo es silencio. En mi cabeza, sólo se escucha un murmullo, soy yo mismo pidiendo, suplicando una pista, algo que me ayude en mi búsqueda, algo que me saque de aquí, algo que me deje creer en mis propias palabras.
Y en eso, claro, en vez de una pista, sucedió que uno de los niños se trepó a un árbol y luego se tiró de cabeza al suelo, cayó y se quedó inmóvil por un segundo. Luego desapareció.
Instintivamente abracé a María y le tapé la boca con una mano. Sabía que gritaría. Se ovilló en mi abrazo para no mirar, aunque ya no había nada que mirar, sólo un montón de otros pendejos curiosos examinando el lugar donde el otro, o su cadáver, debería estar.
Pasó un rato. Luego más. María no se soltaba. Yo tampoco la soltaba a ella. La cosa se puso algo incómoda. Sobre todo porque en lo único que podía pensar en ese momento era en Sara, y en qué diablos sería lo que olvidaría esta vez. Aunque sabía, o sospechaba, que no tendría nada que ver con Sara.
Entonces, por un segundo, la idea pasó volando bajo y me pegó en el cráneo: si los recuerdos de Sara son los últimos que desaparecerán, entonces lo único que tengo que hacer es comenzar a matar niños hasta que no recuerde nada más que a Sara. Entoces podré concentrarme y organizar los recuerdos, y me guiarán a ella.
Una teoría sin pies ni cabeza, pero fue la idea. Se la expliqué a María. Primero miró a los niños y luego me miró a mí, horrorizada. Luego, su expresión cambió un poco. Del asco ante una idea claramente sádica, a una especie de pesar.
No me preocupé. Me dirigí hacia los niños, sonriendo. Mal que mal, los odiaba.
De pronto me sentí sujetado por dos brazos que me abrazaban desde atrás. Era María. Intentaba detenerme. Los niños giraron, todos, y perdieron la sonrisa. Frito se levantó de donde estaba echado y me gruñó.
Los niños hablaron: si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no la encuentras pierdes.
Silencio.
Se me cierran los puños. Me enfurezco. María no puede detenerme. Frito me muerde una pierna. Sigo avanzando.
Los niños repiten: si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no la encuentras pierdes.
Esto no es un puto juego, grito.
Sujeto a uno del cuello. Comienzo a ahorcarlo. Dame una puta pista, le grito. Pero da la impresión de que le estoy impolrando, con un sollozo.
Me mira. Si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no la encuentras pierdes.
Cierro los ojos. Aprieto y aprieto. Más. De pronto, escucho un crujido. Su cuello se hace blando y delgado.
Cuando abro los ojos no tengo nada en las manos.
Siento los brazos de María a mi alrededor, pero están aflojando de a poco. Frito me suelta la pierna ensangrentada. Los niños me miran en silencio. Luego comienzan a reírse. A carcajadas.
Me apuntan con el dedo.
Yo caigo al suelo de rodillas, con el cuerpo de María sobre mi espalda y lágrimas en los ojos.
Antes de ponerme a llorar como un niño lanzo un alarido. Los brazos de María vuelven a apretarse en torno a mi pecho.
Ya no puedo recordar las manos de Sara.
Su mano, sujetando la mía, está apretada. Tensa.
Le digo que no se preocupe. Que nadie excepto yo puede tocarla, porque está rodeada por los niños y por Frito. Por supuesto, a los niños no los ve nadie expecto nosotros dos y el perro, y probablemente además de invisibles sean incorpóreos. Pero me arriesgo a mentirle porque espero a que se arriesgue a creer en lo que sabe es una mentira.
Me sonríe. Acepta.
Supongo que si dos personas se ponen de acuerdo para creer en algo que no saben si es cierto, vale como verdad para esas dos personas. Supongo. Espero que María piense lo mismo. En realidad, espero que Sara suponga lo mismo.
Decido postergar un poco mis preocupaciones, ya que hasta que no encuentre a Sara valen bien poco. Decido forzar una sonrisa y tratar de establecer una conversación con María, hablar por el sólo gusto de hablar, o más bien por el gusto de tener la mente ocupada en la tarea de no dejarse agarrar por el silencio.
Hablamos, y hablamos. De todo. De nada. Nos reímos.
Pasa el tiempo y el paseo se vuelve cada vez más sin sentido. Salimos con la esperanza de encontrar alguna pista sobre Sara, pero no sabemos nada. No espero que Frito vuelva a encontrar su rastro. Extrañamente, ninguno de los enanos se ha suicidado.
No pasa nada.
Pienso: no pasa nada, y de inmediato siento un rechazo. ¿Y qué tenía que pasar? Llevo meses buscando y no ha pasado nada, al menos nada que tenga que ver directamente con Sara.
Pero no. Mejor pienso de nuevo: buscarla no significa encontrarla. No por eso voy a dejar de buscar. Por último para no quedar como un mentiroso frente a María. Por último, para no quedar como un mentiroso frente a mí mismo. Y porque no tengo, en realidad, otro propósito en la vida, al menos ahora mismo.
Voy a seguir buscando.
Cuando termino de pensar eso, estamos sentados en un banco. María me mira con los ojos entrecerrados, como temerosa de preguntar algo. Imagino que debo tener la cara algo descompuesta.
Le sonrío. Adelante, pregunta.
No, sólo pensé que no te sentías muy bien.
No me siento muy bien. Es que sería mucho mejor todo si al menos tuviese una pista.
Ah.
Silencio.
Pasa el rato. Todo es silencio. En mi cabeza, sólo se escucha un murmullo, soy yo mismo pidiendo, suplicando una pista, algo que me ayude en mi búsqueda, algo que me saque de aquí, algo que me deje creer en mis propias palabras.
Y en eso, claro, en vez de una pista, sucedió que uno de los niños se trepó a un árbol y luego se tiró de cabeza al suelo, cayó y se quedó inmóvil por un segundo. Luego desapareció.
Instintivamente abracé a María y le tapé la boca con una mano. Sabía que gritaría. Se ovilló en mi abrazo para no mirar, aunque ya no había nada que mirar, sólo un montón de otros pendejos curiosos examinando el lugar donde el otro, o su cadáver, debería estar.
Pasó un rato. Luego más. María no se soltaba. Yo tampoco la soltaba a ella. La cosa se puso algo incómoda. Sobre todo porque en lo único que podía pensar en ese momento era en Sara, y en qué diablos sería lo que olvidaría esta vez. Aunque sabía, o sospechaba, que no tendría nada que ver con Sara.
Entonces, por un segundo, la idea pasó volando bajo y me pegó en el cráneo: si los recuerdos de Sara son los últimos que desaparecerán, entonces lo único que tengo que hacer es comenzar a matar niños hasta que no recuerde nada más que a Sara. Entoces podré concentrarme y organizar los recuerdos, y me guiarán a ella.
Una teoría sin pies ni cabeza, pero fue la idea. Se la expliqué a María. Primero miró a los niños y luego me miró a mí, horrorizada. Luego, su expresión cambió un poco. Del asco ante una idea claramente sádica, a una especie de pesar.
No me preocupé. Me dirigí hacia los niños, sonriendo. Mal que mal, los odiaba.
De pronto me sentí sujetado por dos brazos que me abrazaban desde atrás. Era María. Intentaba detenerme. Los niños giraron, todos, y perdieron la sonrisa. Frito se levantó de donde estaba echado y me gruñó.
Los niños hablaron: si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no la encuentras pierdes.
Silencio.
Se me cierran los puños. Me enfurezco. María no puede detenerme. Frito me muerde una pierna. Sigo avanzando.
Los niños repiten: si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no la encuentras pierdes.
Esto no es un puto juego, grito.
Sujeto a uno del cuello. Comienzo a ahorcarlo. Dame una puta pista, le grito. Pero da la impresión de que le estoy impolrando, con un sollozo.
Me mira. Si te adelantas pierdes. Si te rindes pierdes. Si no la encuentras pierdes.
Cierro los ojos. Aprieto y aprieto. Más. De pronto, escucho un crujido. Su cuello se hace blando y delgado.
Cuando abro los ojos no tengo nada en las manos.
Siento los brazos de María a mi alrededor, pero están aflojando de a poco. Frito me suelta la pierna ensangrentada. Los niños me miran en silencio. Luego comienzan a reírse. A carcajadas.
Me apuntan con el dedo.
Yo caigo al suelo de rodillas, con el cuerpo de María sobre mi espalda y lágrimas en los ojos.
Antes de ponerme a llorar como un niño lanzo un alarido. Los brazos de María vuelven a apretarse en torno a mi pecho.
Ya no puedo recordar las manos de Sara.