Ochenta y cuatro
Supongo que es aceptable amar y odiar a una persona al mismo tiempo. Hasta clínicamente acetable. Pero amar y odiar al mismo tiempo a la noche significa sin lugar a dudas que estoy enferma.
Los días son rápidos. Aburridos. Abuelita me lleva de aquí para allá, pero siempre son los mismos aquís y los mismos allás. Ella se tira al suelo y sonríe, y entonces cualquiera va y le da unas monedas, y ella sonríe más. Yo creo que le dan monedas para que deje de sonreír. Es una tortura esa boca. Yo me doy vueltas por ahí y me robo cosas, o me las trato de robar, porque casi nunca lo logro. No es que me pillen, es que me da miedo.
Lo primero que robé fue ropa interior. Fue la única vez que robé con total descaro. Iba decidida; habría matado por ropa interior limpia. No tuve que hacerlo. Fue fácil.
Después me llevé una polera. Un pantalón. Y una bufanda granate que no abriga nada pero es hermosa. De nuevo, fue fácil.
Ahora robo, la mayoría de las veces, comida. Las monedas de Abuelita sólo alcanzan para la sopa ésa que es tan sólo agua disfrazada, que no alimenta a nadie. Es casi un deber robar latas de verdura, atún o alguna fruta. Fácil.
Así se pasan los días. Los mismos aquís, los mismos allás, las mismas comidas, el mismo asco ante la sonrisa de Abuelita.
Me da pena sentir asco. Ella es buena, su vida miserable. Sus ojos son buenos, su boca miserable. Y así.
De noche su boca desaparece. Quizás su boca es parte de la noche y por eso me da asco, porque se queda de día, cuando no puede ser.
Amo a la noche. Sé que la amaba antes de olvidar todo, lo sabía desde antes que apareciese un niño sonriendo y desapareciera sonriendo, igual que los otros, dejándome con un recuerdo recuperado. Aún no me acostumbro.
Esa noche recordé que amaba la noche, pero yo ya lo sabía, sin recordarlo.
Pero ahora empiezo a odiarla, sin dejar de amarla. Paso frío, paso hambre. Hay que esconderse de todo el mundo, de los asaltantes, de las putas, de los pacos, de los curados, de los sobrios, hasta de los niños porque aquí todo el mundo tiene un cuchillo menos yo. Y Abuelita no tiene dientes, menos va a tener un cuchillo, y apenas tengo mi nombre, qué voy a tener un cuchillo.
Cuando desaparece el Sol a mi me aparece el miedo. Eso es, no es que odie la noche, lo que pasa esa que ahora paso miedo de noche. Y eso que yo no le tenía miedo a la oscuridad, o no recuerdo haberlo tenido, y por ahora es lo mismo, mientras no aparezca uno de esos niños que me regalan recuerdos y me demuestre lo contrario.
Tengo miedo, y aunque sea un miedo cotidiano y repetitivo, como los aquís y los allás, es miedo y me hace sentir sola y débil. Y algunas veces lloro, y sólo algunas veces puedo dormir más de dos horas.
Con Abuelita nos escondemos en un pequeño callejón. La única puerta, la única luz, proviene de un bar. Entre la puerta y el suelo hay tres escalones. Si nos acostamos junto a ellos, la luz del bar nos hace parte de la sombra. Invisibles.
Es obvio que cualquier borracho puede tropezarse con nosotras, caerse sobre nosotras o hasta mearnos. Y sería nuestra perdición, se nos acabaría el escondite y quedaríamos a merced de todos esos cuchillos y sólo pensarlo hace que odie a la noche, con los ojos no cerrados, sino apretados, igual que los dientes, mientras me abrazo a mí misma.
Es de noche. Hay gente en el bar. Música, ruido. Abuelita y yo nos acurrucamos. Intento no oír, no pensar, dormir. Inútil, el miedo y el frío son la misma cosa. Abuelita ronca en silencio, como todos los vagabundos.
Miro hacia arriba. Al cielo. Las estrellas, allá están, pero no puedo verlas. La luz del bar, el aire sucio, mis ojos llorosos y secos al mismo tiempo, el miedo. La noche.
Una risa.
Otro niño.
Asomo la cabeza fuera de la sombra portectora. Si no es uno de mis niños, si es uno de los niños normales, si es cualquier otra persona, estaré perdida, me habré descubierto y los cuchillos, los cuchillos. Tirito o me estremezco, es lo mismo.
Es de los míos. Son todos distintos pero se parecen, y tienen la misma mueca de felicidad aterrorizante. Aún no me acostumbro a que corran como posesos hacia mí. Aún no acepto que desaparezcan antes de tocarme. Aún siento el estómago revuelto cuando sucede.
Este desaparece y no pasa nada. No logro recordar nada, al menos nada nuevo. Sé quién soy, sé donde estoy, sé lo poco que sé y que ya sabía de antes. Nada ha cambiado, sigo en el mismo lugar, pienso, y no termino de pensar, y sonrío. Y me río. En silencio, como los vagabundos.
Me levanto sin miedo a la noche. Con cuidado para no despertar a Abuelita.
Me miro un poco. La ropa está limpia. Espero no ser yo la que se acostumbró a los olores fuertes y que la verdad sea que no huelo mal. Trato de arreglarme el pelo como alguien planta papas en el mar. Me mojo los labios y cruzo la puerta del bar, el bar al que yo iba antes.
Los días son rápidos. Aburridos. Abuelita me lleva de aquí para allá, pero siempre son los mismos aquís y los mismos allás. Ella se tira al suelo y sonríe, y entonces cualquiera va y le da unas monedas, y ella sonríe más. Yo creo que le dan monedas para que deje de sonreír. Es una tortura esa boca. Yo me doy vueltas por ahí y me robo cosas, o me las trato de robar, porque casi nunca lo logro. No es que me pillen, es que me da miedo.
Lo primero que robé fue ropa interior. Fue la única vez que robé con total descaro. Iba decidida; habría matado por ropa interior limpia. No tuve que hacerlo. Fue fácil.
Después me llevé una polera. Un pantalón. Y una bufanda granate que no abriga nada pero es hermosa. De nuevo, fue fácil.
Ahora robo, la mayoría de las veces, comida. Las monedas de Abuelita sólo alcanzan para la sopa ésa que es tan sólo agua disfrazada, que no alimenta a nadie. Es casi un deber robar latas de verdura, atún o alguna fruta. Fácil.
Así se pasan los días. Los mismos aquís, los mismos allás, las mismas comidas, el mismo asco ante la sonrisa de Abuelita.
Me da pena sentir asco. Ella es buena, su vida miserable. Sus ojos son buenos, su boca miserable. Y así.
De noche su boca desaparece. Quizás su boca es parte de la noche y por eso me da asco, porque se queda de día, cuando no puede ser.
Amo a la noche. Sé que la amaba antes de olvidar todo, lo sabía desde antes que apareciese un niño sonriendo y desapareciera sonriendo, igual que los otros, dejándome con un recuerdo recuperado. Aún no me acostumbro.
Esa noche recordé que amaba la noche, pero yo ya lo sabía, sin recordarlo.
Pero ahora empiezo a odiarla, sin dejar de amarla. Paso frío, paso hambre. Hay que esconderse de todo el mundo, de los asaltantes, de las putas, de los pacos, de los curados, de los sobrios, hasta de los niños porque aquí todo el mundo tiene un cuchillo menos yo. Y Abuelita no tiene dientes, menos va a tener un cuchillo, y apenas tengo mi nombre, qué voy a tener un cuchillo.
Cuando desaparece el Sol a mi me aparece el miedo. Eso es, no es que odie la noche, lo que pasa esa que ahora paso miedo de noche. Y eso que yo no le tenía miedo a la oscuridad, o no recuerdo haberlo tenido, y por ahora es lo mismo, mientras no aparezca uno de esos niños que me regalan recuerdos y me demuestre lo contrario.
Tengo miedo, y aunque sea un miedo cotidiano y repetitivo, como los aquís y los allás, es miedo y me hace sentir sola y débil. Y algunas veces lloro, y sólo algunas veces puedo dormir más de dos horas.
Con Abuelita nos escondemos en un pequeño callejón. La única puerta, la única luz, proviene de un bar. Entre la puerta y el suelo hay tres escalones. Si nos acostamos junto a ellos, la luz del bar nos hace parte de la sombra. Invisibles.
Es obvio que cualquier borracho puede tropezarse con nosotras, caerse sobre nosotras o hasta mearnos. Y sería nuestra perdición, se nos acabaría el escondite y quedaríamos a merced de todos esos cuchillos y sólo pensarlo hace que odie a la noche, con los ojos no cerrados, sino apretados, igual que los dientes, mientras me abrazo a mí misma.
Es de noche. Hay gente en el bar. Música, ruido. Abuelita y yo nos acurrucamos. Intento no oír, no pensar, dormir. Inútil, el miedo y el frío son la misma cosa. Abuelita ronca en silencio, como todos los vagabundos.
Miro hacia arriba. Al cielo. Las estrellas, allá están, pero no puedo verlas. La luz del bar, el aire sucio, mis ojos llorosos y secos al mismo tiempo, el miedo. La noche.
Una risa.
Otro niño.
Asomo la cabeza fuera de la sombra portectora. Si no es uno de mis niños, si es uno de los niños normales, si es cualquier otra persona, estaré perdida, me habré descubierto y los cuchillos, los cuchillos. Tirito o me estremezco, es lo mismo.
Es de los míos. Son todos distintos pero se parecen, y tienen la misma mueca de felicidad aterrorizante. Aún no me acostumbro a que corran como posesos hacia mí. Aún no acepto que desaparezcan antes de tocarme. Aún siento el estómago revuelto cuando sucede.
Este desaparece y no pasa nada. No logro recordar nada, al menos nada nuevo. Sé quién soy, sé donde estoy, sé lo poco que sé y que ya sabía de antes. Nada ha cambiado, sigo en el mismo lugar, pienso, y no termino de pensar, y sonrío. Y me río. En silencio, como los vagabundos.
Me levanto sin miedo a la noche. Con cuidado para no despertar a Abuelita.
Me miro un poco. La ropa está limpia. Espero no ser yo la que se acostumbró a los olores fuertes y que la verdad sea que no huelo mal. Trato de arreglarme el pelo como alguien planta papas en el mar. Me mojo los labios y cruzo la puerta del bar, el bar al que yo iba antes.