jueves, noviembre 23, 2006

Setenta y seis

La esperanza te hace caminar. La deseperanza te hace detenerte.
El miedo te hace correr como un loco.
Un cigarrillo.
Las manos de Sara ya no están en mi cabeza. Han dejado de existir. Puedo verla, frente a mí, con sus manos donde pertenecen. Pero al acercarse a tomar mi cabeza, a acariciar mi espalda, a tocar mi pecho, la cinta se corta como una vieja película en llamas y la sensación simplemente no llega.
No estoy dispuesto a perder más. No podría vivir sin eso, mucho menos buscarla.
Una bocanada lenta. Un leve silencio mental. Una nube de humo.
La Luna resplandece levemente allá arriba. Bajo la mirada. Me topo con la mano de María, acariciando mi pierna. Busco sus ojos y los encuentro húmedos, como si mi pérdida fuese suya y mi dolor la quemase por dentro.
Pero nada de eso, creo, se refleja en mi mirada. Sólo pienso en lo diferentes que son sus manos. Son hermosas, son frías. Las uñas de un color distinto. Los dedos de un grosor distinto. El tacto de sus manos tan distinto al de las manos de Sara, o eso creo, porque ya no las recuerdo.
Pero no siento lo mismo cuando sus manos me tocan. No siento el calor en las venas, ni la orden de cerrar los ojos.
Sus manos son hermosas, pero no son las de Sara.
Una bocanada lenta. Un leve silencio mental. Una nube de humo.
Los niños han dejado de reír, o de apuntarme con el dedo. Se dedican ahora a estudiarse unos a otros, como si no fueran todos iguales, todos insoportablemente hermosos.
Quién me asegura ahora que no desaparecerán más recuerdos sobre Sara. Quién me explica por qué no puedo ahorcarlos a todos en este mismo instante. Quién me explica por qué están ahí, y no en mi cabeza, bien guardados.
Si te adelantas pierdes. Si no la encuentras pierdes. Si te rindes pierdes.
Hijos de puta.
Una bocanada lenta. Un leve silencio mental. Una nube de humo.
Antes de acabar con este cigarrillo debo decidir qué es lo que voy a hacer. Meta autoimpuesta. Vamos de a poco. Sólo saber lo que haré luego de apagarlo y levantarme de este banco.
La puerta número uno dice: dejar de buscar a Sara y buscar a un psiquiatra, o ya que al parecer estoy muerto, a un chamán, o algo así, y que me explique como carajo puedo recuperar mis recuerdos y vivir en paz, o morir en paz, o irme al infierno en paz, o lo que sea.
La puerta número dos dice simplemente esperar. Esperar y esperar hasta que pase algo, quién sabe qué, algo que o me ayude en mi búsqueda o me haga desistir definitivamente. Esperar aquí mismo, que es tan buen lugar como cualquier otro.
Esperar hasta desaparecer. Tentador.
Pero para esperar necesitaría estar solo. Ni niños, ni Frito, ni María. Solo. Los niños son insoportables, Frito y su cara triste y sus gracias muy esporádicas me harían sonreir. Y cuando uno empieza a sonreir está cagado, o se impacienta esperando o dejha de esperar y se pone a vivir. Y justamente eso es lo que no me conviene.
Porque lo cierto es que, si me pongo a esperar, lo que esperaré no será una solución. Será un final. Definitivo.
Y definitivamente no podría esperar junto a María. Porque probablemente insistiría en que busque a Sara, o por lo menos insistiría en que viva y disfrute de la vida, sobre todo ahora que ella misma, al parecer, la disfruta. Claro, siente que ya no está sola. Claro, comienza a sonreir.
Una bocanada lenta. Un leve silencio mental. Una nube de humo.
Queda la puerta número tres. Levantarme de esta banca y dejarme de hueás y de autocompasión y de perder tiempo que podría aprovechar buscando a Sara.
No suena tentador, pero si como lo que debería decir.
En este momento, sin embargo, no encuentro fuerza en mí mismo ni para levantarme de esta banca.
Podría engañarme a mi mismo y, a pesar de no tener esperanza, buscarla. Caminar sin esperanza, y si preguntan, decir que estoy buscando. Mentir. No decir que sólo camino de un lugar a otro esperando que alguien me detenga y me diga: se acabó.
Podría hacerlo. En realidad, a la única que tendría que engañar es a María. Y no me conoce lo suficiente como para saber que estoy mintiendo.
Una bocanada lenta. Un leve silencio mental. Una nube de humo.
Me pregunto qué estará haciendo Sara en este momento. ¿Me estará buscando también? ¿Estará esperándome, esperando a que la encuentre para abrazarme y sonreirme y crear un nuevo recuerdo de sus manos en mi cuerpo?
¿Estará corriendo, huyendo lo más aprisa posible de mí?
¿Me habrá olvidado? ¿Le importaré un carajo?
Es perfectamente posible. No sé lo que pasó al final. No puedo recordarlo. Para el caso, podría ser que mis recuerdos rtampoco sean reales. Puede que no yo no haya sido realmente importante. Puede que yo no haya sido nada.
Puede que un día la encuentre, de espaldas, le toque el hombro y, cuando se vuelva, me mire como se mira a un perfecto desconocido. O peor: como a alguien que no queremos ver.
Las posibilidades. Madres de todos los miedos. Abuelas de tantos suicidios.
Una bocanada lenta. Un leve silencio mental. Una nube de humo.
¿Qué me queda, entonces? Esperar nada. Buscar a alguien que quizá no quiere ser encontrada.
Un panorama esperanzador.
Busco la Luna en el cielo. No está. Bajo la mirada: un mar de colillas. No me he fumado un cigarro, me he fumado un par de docenas. La noche se acaba.
Miro a María. Duerme acurrucada, temblando de frío. A sus pies Frito está transformado en un ovillo. No hay niños por ningún lado.
Me quito el abrigo despacio y cubro a la mujer que sueña a mi lado. El horizonte recortado por la cordillera se aclara de a poco. Un viejo barrendero se acerca, nos mira un segundo, escupe y sigue en lo suyo.
Una bocanada lenta. Un leve silencio mental. Una nube de humo.
La última. Apago el cigarro en el suelo, esta vez consciente de lo que estoy haciendo. Seguro que el barrendero me insultará mentalmente cuando vuelva a pasar por aquí.
Qué hacer. Qué hacer. Preguntas. Mejor no pensar y hacer lo que el cuerpo me diga. Si lo que me espera es el fracaso, podrá encontrarme en cualquier lugar, no tengo para qué quedarme quieto.
Muevo con cuidado a María hasta que finalmente se despierta, algo confundida.
Vamos a desayunar a algún lado, le digo, y luego te vas a descansar a tu casa. La puerta número tres nos espera.
Me mira sin entender. Quizá adivina algo en mis ojos, pero finalmente me sonríe.