miércoles, diciembre 27, 2006

Setenta y cinco

Hombre muerto caminando.
Mujer de tacto letal caminando.
Perro flaco caminando.
Niños felices caminando.
A fin de cuentas la comparsa es lo suficientemente mutante y variopinta como para montar un circo. Nadie pagaría por vernos, lo más seguro. Una idea más que nace y muere en el mismo segundo.
Mi cerebro discurre por caminos extraños y bastante oníricos desde hace un buen rato. Lo dejo hacer mientras me concentro en lo que mis ojos me ofrecen. Aunque hasta ahora haya sido nada. Pero no pierdo la esperanza de una pista. No pierdo la paciencia. No pierdo la calma, aunque durante el paseo hayan desparecido nada menos que cinco niños. Cinco recuerdos. Quién sabe qué habré olvidado.
María no me suelta la mano. Supongo que, si lo hiciera, se quedaría rezagada, muy atrás intentando cubrir con sus pasitos cortos la distancia que recorren mis zancadas largas y rápidas. Zancadas que, por lo demás, me hacen sudar, vaya estado físico el mío, muerto y todo. Quizá me sienta mejor si camino con un cigarrillo en la boca.
María no me suelta la mano y comienzo a acostumbrarme a tenerla siempre a mi lado, a que su mano siempre esté junto a la mía. Comienzo a acostumbrarme a esa piel suave y fría y no sé por qué ese acostumbramiento me incomoda.
Quizá por que es el primer ser humano que me acompaña desde hace mucho.
Quizá por que me hace ejercitar habilidades sociales que no tengo o que preferiría no tener, como la conversación, la sonrisa o el mirar a los ojos.
Quizá por que es una mujer.
Quizá porque es una mujer hermosa.
Quizá porque...

Alto. Mi cerebro vuelve de sus paseos reflexivos y me detiene en seco. Ese tren de pensamiento no te conviene, hijo, parece decirme con una voz arrugada. Le hago caso. Pero necesito algo en que pensar, ahora.
Mis ojos responden. Helo ahí.
Un abrigo.

Ahora ya no está. Durante un momento mi vista se torció a un lado, hacia un callejón oscuro que desemboca en una calle iluminada, si así podemos llamar al efecto de un poste que brilla menos que una luciérnaga. Por esa calle iluminada, de la que sólo veo el espacio entre las paredes del callejón durante un momento, pasa como una exhalación una sombra con un abrigo.
Ese abrigo lo conozco, pienso. Ese abrigo lo conozco, le digo a María, que me mira de manera extraña. No me detengo a juzgar su mirada. Echo a correr como un poseso tras lo primero que me resulta familiar en mucho tiempo. Atravieso el callejón lo más rápido que puedo, a pesar de que María se va transformando poco a poco en peso muerto. Para cuando llego a la calle pobremente iluminada me siento francamente molesto, giro en busca de alguna buena explicación para no querer correr con las mismas ganas que yo y me encuentro con el rostro de María aún más pálido que de costumbre, con expresión de pánico y lágrimas naciendo en sus párpados. Y entonces oigo los disparos.
Asumo que van dirigidos al abrigo, o a lo que el abrigo esté cubriendo. Piensa rápido, pienso. No hace falta pensar, pienso después: estoy muerto, las balas no me deberían, entonces yo podría, blablabla, vamos, pero esperen, no, no puedo, María no podría, y el perro tampoco, y si le disparan a un niño que no debe morir, a un recuerdo de Sara, y entonces, y mientras decido me pongo a correr de vuelta, vuelvo a mi calle inicial y decido seguir al abrigo por esta calle paralela, a ver qué es lo que encuentro.
Lo que encuentro, varias cuadras más allá, es que el abrigo se metió en un callejón, subió por una escalera de incendio y los disparos lo siguieron. Yo sigo a los disparos por el mismo camino, luego de decirle a María que suba a través del interior del edificio con Frito y los niños y, si se topa con el abrigo, haga cualquier cosa menos tocarlo. Y subo.
Llego al techo del edificio. Estoy muerto. O sea, no muerto de fallecido, muerto de cansado. Farfullo como cuando me hacían correr en el colegio. Vaya, algo que no he olvidado y que no deseo recordar. En fin.
Recupero el aliento y levanto la cabeza. Al fondo está el abrigo. Entre él y yo hay unos cuantos tipos. En sus manos hay semiautomáticas.
Pienso: debería usar un tono de tipo duro para decirles "largo de aquí, necesito hablar con este tipo".
Abro la boca, pero no alcanzo a decir nada cuando el tipo más cercano me dispara en un brazo. O por lo menos eso creo. Se oye una explosión, luego siento una aguja tocando un punto de mi brazo, luego ese punto se expande y la piel comienza a quemarse, luego siento un toque helado dentro de mi brazo, en el hueso, que luego también se quema, pero de la forma en que te quema la nieve, y luego siento un ardor insoportable en la parte posterior del brazo entero. Todo eso en menos de un segundo. Me miro el brazo. Un agujero. Cae sangre al piso. Miro el piso. Un charco de sangre, pero ya no caen gotas. Me miro el brazo. El agujero sólo está en la ropa. Miro al frente. Los tipos me miran y abren las bocas.
Recuerdo cuando conocí a María, dándomelas de Humphrey Bogart. Sonrío cuando decido repetir el acto.
Mientras los tipos recapacitan, cierran las bocas y comienzan a disparar contra mí, me aguanto el dolor de tantos balazos y saco un cigarrillo. Lo enciendo y comienzo a caminar hacia el tipo más cercano. El muy hijo de puta alcanza a dispararme entre los ojos, lo que interrumpe mis pensamientos durante uno o dos segundos, pero me recupero rápidamente y le regalo lo que probablemente sea el mejor gancho de izquierda que haya dado y daré en la vida.
No soy Mike Tyson. No cae a la primera. Pero sí queda lo suficientemente aturdido como para darle una patada al estómago y luego romperle la nariz de un rodillazo.
Y después todo es más fácil, porque tengo su pistola.