jueves, julio 28, 2005

Noventa y tres

No llueve. No hace frío. No tengo hambre. No queda nadie. No puedo cerrar los ojos.
Necesito dormir. Sólo un poco, como para recordar lo que se siente. O lo que dejas de sentir. Quiero dejar de sentir, por un momento, que soy yo, que estoy vivo... o muerto, pero aún aquí. Quiero un sueño que sea como televisión basura a esa hora en que nadie quiere pensar.
Maldición. Quiero un lugar donde no exista Sara. Donde pueda dejar de pensar en ella. En encontrarla.
Quiero una mente que se apague cuando es preciso. No basta sólo con cigarrillos interminables, niños suicidas y un perro. Nada de esto tiene sentido. No hay guía para este puzzle. Ni siquiera sé si están todas las piezas, y sospecho que mis recuerdos aplastados por los autos, reventados contra el metro, ahogados bajo el agua, electrocutados, en fin, muertos y esfumados, harán que jamás logre obtener una imagen completa de lo que ahora está pasándome.
Ah, qué carajo. ¿Y para qué mierda quiero una imagen completa? ¿Para qué darle sentido a algo que no lo tiene?
La necesidad de orden, organización y estructura se hace presente, más ahora que no puedo cerrar los ojos como es debido e ingresar al sinsentido de los sueños (claro, ya quisiéramos que no tuviesen sentido... pero quién mierda dice que lo tienen, después de todo). Sueños. Quién tiene sueños, que levante la mano. Yo ya no puedo tenerlos. No puedo dormir, no estoy vivo. No hay futuro, no hay escape.
Está Sara. Está Sara como la promesa de una respuesta, de un final que explique todas las cosas, al mirar hacia atrás. Algo así como el nombre del asesino al final de la novela negra. Pero esto sólo parece una mala novela, o ni siquiera eso. Sólo unos apuntes. Unos apuntes para una novela negra. ¿Y quién será el asesino? Sospecho que el crimen ya se ha cometido, que todo ya ha sucedido, y yo estoy en aquél lugar a donde van a parar los personajes cuando se acaban los libros. O las películas.
Los humanos, los actores, los escritores, dejan de ser personajes y se van a casa. Comida, abrigo, cariño, quizás sólo soledad, a quién le importa. Quedan los personajes, sin cuerpo, sin forma, sin nada que hacer porque ya no quedan líneas, ni palabras, ni siquiera un par de putas acotaciones como consuelo. Y entre ellos estoy yo.
Yo no estoy muerto. Yo fui el muerto en este relato que ya pasó. Ahora soy un desempleado, un vago. Este es lugar donde me quedaré por siempre. A menos que alguien decida hacer una segunda parte.
Me pregunto si Sara habrá sido personaje o persona. Si seguirá con su vida, junto a los seres reales, o si vaga entre estas sombras como yo, con cigarrillos permanentes y sin la menor idea de a dónde ir. Supongo que podría encontrarla de todos modos. Supongo que, de cualquiera de las dos maneras, ella entendería, aún cuando yo no tuviese cómo explicarle lo que no sé.
Quién será el asesino. Quién será el escritor.
Se preguntará Sara las mismas cosas, o estará preocupada sólo de huir de sus fantasmas.

lunes, julio 18, 2005

Noventa y cuatro


Un cigarrillo.
La noche no termina de acabarse. Los gritos no dejan de oírse. El humo de los cigarrillos viaja rápido, muy rápido, escapa de nosotros junto a pequeñas partes de nuestra vida, y al reunirse sobre el cielo nocturno comienza una función de cine para las nubes. Ahí verán a sus hermanos pequeños disfrazarse de aquél que hace poco los expulsaba de su cuerpo, sólo para chupar nuevamente el cigarrillo y producir nuevos seres de humo, para expulsar como suspirando alguna otro segmento mínimo de su vida, un segundo que no valga la pena recordar.
A veces la comedia del humo es tan triste que las nubes lloran. Ese podría ser un verso barato.
El ala de mi sobrero me indica que llueve, aunque yo jamás he usado sombrero. Son las gotas que se evaporan antes de tocarme, será el humo que no quiere volver a un cuerpo que ha matado.
A mí no me mató el cigarrillo. Al menos no todavía. A mí me mató la espalda de Sara, mientras se alejaba, rápido, sobre esas dos piernas que corrían furiosas.
Me pregunto qué dira la Luna de todo esto. Cuando estaba vivo miraba la Luna por horas. Ahora que estoy muerto, o en medio, casi nunca miro hacia arriba. El suelo y los paisajes del pavimento abren posibilidades infinitas.
La Luna. Una roca gigante, imperfecta, llena de cráteres, solo polvo, sin colores, sin vida. Como tantas cosas que consideramos bellas. Discutir sobre la Belleza toma demasiado tiempo, incluso discutiendo con uno mismo. Una palabra sin brazos, que no puede sujetar todo lo que contiene y se desparrama, como las tripas de un animal luego de un certero corte a través del vientre. La sangre fluye como el vino, rojo furioso que se apaga al derretirse contra el suelo. Luna. Belleza.
Quizás es sólo que estamos muy viejos.
Miro fijamente la brasa siempre cambiante de mi cigarrillo. Alguna vez tuve la suficiente mezcalina en el cuerpo para ver una ciudad entre las brasas. Habrá sido la capital del Infierno. Pero era pequeña, no cabríamos todos. Quizá si nos hacemos humo. O polvo.
Hace frío. Eso creo. A mi alrededor todo se congela, menos el humo y mi cuerpo, que no deja de estar frío y no importa. Una polilla se me acerca, pero qué perdida está. Con el índice de la mano derecha le señalo el camino al farol más cercano. Me susurra unas palabras al oído, que no repetiré. Las últimas palabras de alguien deberían ser siempre un misterio.
Con la mano izquierda sujeto el cigarrillo que se acaba. Mi vida, o lo que queda de ella, o lo que soy ahora, parece una mala broma por parte de los finales. Los cigarrillos siempre se acaban, como la felicidad, y como ella, lo próximo que sientes en la boca es amargo, como el filtro que te fumas por equivocación.
Otra frase que sirve, y que como verso sería una mierda. Alguna vez tuve amigos poetas. Se los llevó la Poesía a ese lugar oscuro donde los mata por la espalda, mientras tosen y con un pañuelo esconden la tuberculosis. Algunos llaman a esas convulsiones con sangre inspiración.
Debería estar borracho. O drogado. Así podría darle una banda sonora decente a este fragmento, y hacerlo patéticamente hermoso, en vez de sólo patético. El borracho que habla con música de fondo es una fuerza de la naturaleza. Es como hacer el amor con las bocas tapadas, escuchando las olas morir entre las rocas. Ojalá Kerouac haya estado borracho, o haciendo el amor, para el caso da lo mismo, mientras grababa esos discos que alguna vez oí.
Último beso al cigarrillo. La última bocanada de humo. Quisiera guardarla en mi boca, masajearla, darle más de mí de lo que se lleva, pero para qué. Suelto el humo sin prisa, pero sin vacilar. Forma mil semblantes de mil personas que jamás veré, o que he visto y olvidado, antes de subir a las alturas. Le hablará de mí a las nubes. Con suerte, las hará llorar y podré retirarme entre la lluvia. Eso se vería bien, aún sin música. Los vagabundos que lo vean podrán aplaudir, si alguna vez vieron alguna película decente. Algún observador casual me verá desaparecer, luego verá la Luna y sentirá miedo. Irá a su casa y descubrirá el gran valor que tienen las estupideces. Pensará que ha nacido de nuevo. Nada más falso, excepto quizás yo mismo.
Se acabó. Murió aplastado entre el suelo y mi zapato. Exhaló un último aliento y se apagó para siempre. Que tristeza. Si no lloran por mí, háganlo por él.
Me levanto con la cabeza baja. Pienso en unas últimas palabras, antes de alejarme.
No las diré.

domingo, julio 17, 2005

Noventa y cinco

Nadie quiere a este puto perro.
Nadie quiere a este puto perro al que le he puesto un nombre asqueroso, estoy rodeado de niños hermosos y detestables, las únicas personas con las que he interactuado son vagabundos, borrachos, ancianos o todas las anteriores.
Ah, y además estoy muerto. Carajo.
Bueno, algo así. La verdad, no estoy tan seguro de estar muerto. Digo, la gente muerta no vaga por las calles, no habla con los vivos - bueno, la verdad, no sé si vivos es un buen adjetivo para estos pobres diablos -, simplemente no existe. Y definitivamente no fuma.
Por otro lado, los vivos no tienen una cajetilla permanentemente llena de cigarrillos. Sus heridas no dejan de sangrar por arte de magia, al menos no los cortes grandes en tu cabeza producidos por botellas. No dejan de recordar algo cada vez que uno de los niños que los rodea se suicida con la cara llena de risa.
No sé lo que soy. Translúcido puede ser suficiente palabra, suficiente adjetivo, pero no es suficiente concepto. No puedo ser sólo translúcido. Simplemente translúcido.
Quizá tengo superpoderes... vuelvo de la muerte para... vengarme... de... mierda, ¿para qué me molesto? Soy un puto muerto que no ha terminado de morirse. Pues se acabó. Lo que sea que haya pasado para que no esté bajo tierra, sin actividad cerebral - probablemente sin parte de mi cuerpo, gracias a los gusanos - no me interesa. Habrá que terminar el trabajo.
Dicho y hecho, espero el metro junto a uno de los niños. En el momento justo se lanza, lleno de risa. En el momento justo después del momento justo, lo sigo. Pero un montón de manos pequeñas e infantiles me sujetan. Luego me lanzan al suelo y decenas de ojos se clavan en mi cara de no entender nada. Me pregunto por qué me habrán salvado y ellos, por lo visto, pueden escuchar lo que pienso.
- Tienes que encontrar a Sara.
Pfff. Vaya respuesta.
- ¿Y para qué, si se puede saber?
- Tienes que encontrar a Sara.
- ¿Y si no lo hago?
- Tienes que encontrar a Sara.
Los niños, por primera vez, ya no sonríen. De hecho, ni siquiera están serios. Parecen furiosos. Luego dejan de parecer niños y se van tornando oscuros. Su piel se quema, sus ojos se entrecierran, sus bocas se tuercen, los gestos, los bordes van desapareciendo y poco a poco se van convirtiendo en algo parecido a... mí.
- Tienes que encontrar a Sara.
El perro les ladra.
- Tienes que encontrar a Sara.
Estoy asustado. Me levanto y reviento a un par de no-niños a patadas. Siguen igual de blandos y débiles. Suspiro aliviado.
- ¿Y qué van a hacer si no, pedazos de mierda?
- Tienes que encontrar a Sara.
- Váyanse al carajo.
Me voy, pero me siguen. Y siguen repitiendo siempre la misma frase.
- Tienes que encontrar a Sara.
- Tienes que encontrar a Sara.
- Tienes que encontrar a Sara.
La mente funciona de manera extraña. Sólo podemos lograr algo si nos concentramos en, precisamente, lograrlo. Si no, lo mejor que puede pasar es que obtengamos un buen resultado producto de la suerte. Debemos dejar de pensar en lo demás y concentrarnos en lo que queremos para lograrlo. Eliminar cualquier otro pensamiento. Incluso los recuerdos...
- Tienes que encontrar a Sara.
Mi cabeza, mi mente, mis recuerdos se rebelan contra mi propia rebeldía. No quiero seguir buscando a Sara. No quiero gastar mi tiempo en un imposible. Y tampoco quiero encontrarla. No quiero ver su cara horrorizada. No quiero encontrarla sólo para que huya otra vez. No quiero encontrarla para que, quizá, no me reconozca, o ni siquiera me vea...
- Tienes que encontrar a Sara.
... pero no puedo pensar en otra cosa que no sea ella. En este momento no logro recordar nada que no tenga que ver con Sara. Las manos de Sara. El perfume de Sara. Su forma de caminar. Su voz mientras masajea el humo de un cigarrillo en su boca. Sus pestañeos lentos, pausados, asesinos.
-Tienes que encontrar a Sara.
Uno de ellos. Uno de los niños, recuerdos o qué se yo, debe tener la culpa de esto. Debe estar convenciendo, manipulando o torturando a los demás. Si lo encuentro se acabará esto. Los recuerdos relacionados con Sara son muchos, pero sólo es Sara en mi cabeza. Si lo encuentro...
- Tienes que encontrar a Sara.
... los demás volverán a ser lo que eran y volverán a reir, que no es bueno pero es definitivamente mejor que esto. ¿Pero cómo carajo encontrarlo?
- Tienes que encontrar a Sara.
Instinto. Cierro los ojos y empiezo a buscar. Me guío por algo, no sé qué es, quizá el aroma, la textura... o quizá la imagen perfectamente clara de Sara que hay en mis párpados cerrados. La sigo y en pocos momentos tengo el cuello de alguien en mis manos.

Carajo. Estoy ahorcando a Sara.
Los niños que ya no parecen niños gritan, mejor dicho aullan, se toman la cara entre las manos, corren desesperados, y yo no puedo dejar de apretar el cuello de Sara. De algún modo, sé que no es ella. Si mato a este recuerdo seré libre. Podré vagar por las calles, podré dejar a estos niños, podré lanzarme de cabeza contra un camión, podré acabar con todo.
Pero no puedo acabar con Sara. Aunque sepa que no es ella, es imposible que destruya su imagen. Lo divertido es que pienso esto, pero no dejo de ahorcarla. Y los niños, ya casi convertidos en sombras, siguen corriendo y gritando como si los quemasen vivos.
Matar a esta Sara falsa me librará de su fantasma y quedaré en libertad de acción. No tendré que buscarla... porque simplemente no la recordaré. No, no, la cosa no es tan fácil. Mataré a la imagen. Quedará su olor, su voz, su piel, sus lágrimas, las palabras tristes e hirientes que anotaba al margen de mis páginas... todo eso quedará flotando y no podré asignar esos recuerdos a una imagen.
No veré a Sara nunca más. Ni en verdad, ni en mi cabeza.
Suelto al niño en el acto. Cae al suelo, tose frenéticamente, como disfrutándolo, como una demostración de que aún vive. Los demás niños se callan, se tranquilizan - o eso parece -, se acercan. No a mí, sino a la falsa Sara, que ahora también es un niño. Ahora que he abierto los ojos.
Finalmente todos se vuelven a mirarme. El perro - aún no me acostumbro al nombre que le puse, lo cual es bastante patético - se me acerca y les gruñe. Le doy un palmada en la cabeza y me queda mirando con una ceja levantada, sospechando una explicación.
- Buscaré a Sara. Pero espero no encontrarla. Es lo mejor que obtendrán de mí.
Por un momento me da la impresión de que sus caras, otra vez, reflejan furia. La impresión sólo dura lo que un pestañeo; en cosa de segundos, se abalanzan sobre el perro, muertos de la risa. Frito - por fin su nombre aparece en mi cabeza al momento de armar una frase - los reconoce como los niños de siempre, y se deja hacer.
Saco un cigarrillo y miro como pasa el metro a unos pocos pasos. Detrás de mí, uno de mis recuerdos prepara una zambullida que lo llevará directo a la nada. Sospecho que no es aquél a quien acabo de casi-ahorcar. Sospecho que ése será el último. Sospecho que estos niños son mi reloj de arena. Esto será largo...