miércoles, noviembre 23, 2005

Ochenta y nueve

No sé quién soy.
No sé mi nombre. Más aún, no sé quién soy. Es diferente. Creo.
No sé.
Miro mis manos. No sé por qué. No encuentro nada. Las líneas no tienen ningún significado. No hay marcas. Ni cicatrices. Ni mi nombre. Por ningún lado.
Hace frío. Es de noche. No tengo miedo. Tengo ganas de fumar. Y de comer algo.
Y de no estar desnuda.
No se me ocurre qué hacer. No sé donde estoy, no sé cómo llegué aquí. No sé como me llamo. No sé absolutamente nada.
Soy una completa ignorante. O una completa imbécil. Tampoco sé cuál elegir.
Tengo frío. Pero mis pies están aún más helados que el resto del cuerpo. Ahí abajo, tengo más frío.
Por lo menos, puedo juntar mis manos y soplar dentro. Mis manos no están tan heladas como el resto de mi cuerpo.
Mi nariz está húmeda. Odio tener la nariz húmeda. Digo, no sé si antes lo odiaba, pero ahora lo odio.
Es raro. Estoy desnuda, sin saber nada y totalmente perdida. Debería sentirme agobiada. Triste. Debería estar llorando. O gritando por ayuda. O corriendo hacia... algún lugar. Pero sólo estoy quieta, muy quieta. Esperando. Algo. Creo.
Trato de recordar algo, pero no lo logro. Descubro que ni siquiera sé cómo es mi cara. Me pongo un poco nerviosa. Me desagrada no saber cómo soy. Entonces pienso en que si aparece algún tipo y me ve desnuda en este lugar, estoy perdida. Y me río. Es una preocupación menos desesperante que el no poder recordar mi cara.
Este callejón es muy helado. Estoy tiritando. Mi estómago suena. Como una abuela lamentándose.
Cuando la abuela se calla, siento pasos. Viene alguien.
Estoy perdida.
Los pasos son cortos y ligeros. Pasa un rato y aparece ante mí un niño. Un niño hermoso. Y se está riendo.
Me río yo también. El niño se ríe con más fuerza, a carcajadas. Yo sólo estoy aliviada, el está definitivamente feliz.
Decido preguntarle algo, pero no se me ocurre qué. Claramente este niño no podrá decirme cómo me llamo, quién soy, o alguna otra cosa respecto a mi vida. Es inútil.
El niño se sigue riendo, tanto que su cara ya está roja, y tiene dificultad para respirar. Me asusto. No quiero ver a un niño muerto por asfixia. Tiene que dejar de reírse.
Como te llamas, le pregunto. Para que me responda y así deje de reír.
No me responde. Se sigue riendo. Más y más fuerte. Luego desaparece.
Mi boca se abre. Mucho. Mis ojos también se abren. Luego se cierran con violencia. Siento como si me clavaran un cuchillo en la cabeza. Sólo durante unos segundos, pero es insoportable.
Cuando el dolor pasa, abro los ojos. Estoy sola en el callejón. Desnuda. Helada. Hambrienta.
No sé por qué, pero sonrío.
No sé como, pero he recordado algo. Me llamo Sara.
Tengo que encontrar algo de ropa.

lunes, noviembre 07, 2005

Noventa

Un joven escritor hace lo que mejor sabe hacer. Lo cierto es que hace lo único que sabe hacer. Probablemente lo hace mal.
Mientras teclea palabras que se van pegando como engrudo, y que no tienen nada que ver con lo que el joven escritor tenía en la cabeza, en sus oídos suena la música de su disco favorito.
El escritor tiene una idea. Es genial. Y tiene la palabra justa. Es un genio. Entonces se agotan las putas pilas del discman y el joven escritor se queda a oscuras. Todo se va a la mierda. El mundo agarra el control remoto y cambia de canal, mientras eructa, se acomoda en su sillón, se rasca un testículo.
El joven escritor entra en pánico. No se mueve, su histeria no puede notarse en su cara. Un joven escritor es un joven cultor del fracaso, y debe saber ocultar la vergüenza. Hay que sonreírle a las chicas mientras caes en el abismo.
Imaginen esa sensación.
Es lo que estoy sintiendo mientras esta mujer me mira. Esta mujer con lágrimas rojas corriendo por su cara. Esta mujer con un tipo muerto en sus brazos.
Esta mujer que está mirando a un fantasma.
Bueno, técnicamente. Estoy muerto. La mayoría de la gente no me ve. Los recuerdos salen de mi cabeza y andan por el mundo con forma de niños y se rien y juegan y son bellos y no los soporto y se suicidan. Tengo un perro. Tengo cigarrillos.
Le ofrezco uno a esta linda señorita. Con mi sonrisa translúcida.
No soy Humphrey Bogart. Soy un imbécil.
La mujer deja de llorar. Ahora me mira con odio. Me pregunto si Sara me habrá mirado con odio alguna vez. Probablemente sí. Con miedo también. No sé por qué estoy tan seguro. Qué tristeza.
La mujer se pone de pie. Mueve su brazo y adivino: me va a dar una cachetada. Y de las buenas.
Carajo. Sigo sonriendo.
A diez, quizá nueve, quizá ocho milímetros de mi cara se frena en seco. No llora. No grita. Aúlla.
Una vez. Una vez muy larga. Creo que tiemblo. Qué tristeza.
La mujer cae al suelo. Tiembla. Las manos crispadas se toman la cara. La rasguñan. Más lágrimas rojas. Un sollozo suave, que parece habitual.
Por fin dejo de sonreír. No creo que eso cambie mucho las cosas.
Frito se acerca. Me lame la mano. Sabe que estoy en problemas. Los niños se acercan, callados. Uno se adelanta y camina hacia la mujer. Ella no se da cuenta hasta que el niño está a ocho, quizá nueve, quizá diez centímetros de sus manos.
La mujer se pone a gritar, mientra se aleja como puede, sin levantarse. Sólo atino a pensar que esta mujer es una colección de sonidos tristes. Y que hacen temblar.
Los niños cambian. Vuelven a sonreír. Qué mierda les pasa. El de más adelante se ríe como si hubiese llegado Navidad. Se lanza feliz de la vida sobre la mujer que grita desesperada. Luego cae muerto.
La mujer grita más. Luego, cuando el niño desaparece, se queda callada y abre los ojos. Mucho. Se pone de pie, apoyada en la pared del callejón. Me mira con sus ojos grandes. Luego mira a los niños que sonríen. Luego me mira a mí. Luego a Frito. Luego a mí. Luego al suelo. Luego se cae.
La sujeto. Sus ojos se han hecho pequeños de nuevo. Iba a desmayarse, pero al final no.
Se queda callada un rato. Luego me mira. Sus ojos se abren de nuevo. Se pone agritar. Trata de zafarse de mí. Debería dejarla pero soy Humphrey Bogart. La sujeto. Grita más, se mueve más, me pega. Pasa un rato. Frito ladra.
Ella se calla. Me mira con ojos grandes. Se tranquiliza o lo disimula muy bien. Me convence y la suelto.
No estás muerto, me dice. Sí lo estoy, voy a contestarle, pero sigue hablando. Muchas frases, muy rápido, no las entiendo todas. Además no me habla a mí. Está pensando en voz alta. Entiendo algunas cosas, otras no. No está muerto, no está muerto, qué carajo, y el niño qué se hizo, y cómo, y por qué, y mis manos, y qué carajo, y etcétera. No todo es coherente en la vida pero quién soy yo para hablar de eso. Tranquilízate, le digo, me mira con ojos grandes y me dice no estás muerto, bueno le digo yo pero no puedo seguir, otra sarta de disparates en su boca. Es una linda boca pero no para de moverse. Tranquilízate, repito, pero ya ni me escucha. Sólo habla y habla y qué carajo, estoy muerto así que no me puede demandar. Le doy la cachetada que ella no me dio.
Me mira con sus ojos grandes. Luego se hacen pequeños. Las lágrimas rojas son del mismo color que su boca, que es hermosa pero se mueve. Deberías estar muerto, me dice, todo lo que toco se muere, me dice, se murió ese tipo, se murió ese niño, deberías estar muerto.
Soy Humphrey Bogart. Saco un cigarrillo.
No puedes matar a un muerto, le digo.