Ochenta y seis
Parece que estoy muerta.
Digo, a estas alturas, con lo mojada que estoy y la cantidad de tiempo que he pasado caminando bajo la lluvia, ya debería haber muerto de bronconeumonia o algo así.
Lo único bueno de estas últimas horas fue encontrar esa bendita moneda en el bolsillo del abrigo. Una sola. No puedo llamar a nadie porque no me sé ningún número y, por lo demás, tampoco recuerdo conocer a nadie. Tampoco voy a llamar a emergencias o algo así, sin saber nada de mí misma me daría miedo contactarlos. Terminaría encerrada en algún lugar. Todo eso pensé mientras caminaba por la calle, masajeando la moneda sucia. Ningún propósito realmente útil o provechoso para la monedita famosa.
Así que paré en un quiosco y compré fósforos. Y me paré bien pegada a un edificio y saqué el cigarrillo. Y fui feliz por cinco minutos largos. Casi sentí manos invisibles acariciándome. Luego de eso, mi hambre desapareció por una media hora. Fue la paz mental.
Ahora todo ha vuelto al principio. Descontando el cigarrillo del inventario, claro. Al menos he recorrido los alrededores, he visto lo que me rodea. Calles grises y gente del mismo color. La lluvia no ayuda a mejorar los ánimos. Sólo una pareja feliz corre tomada de la mano bajo la lluvia, deteniéndose en cada esquina para besarse y de alguna manera la imagen me desagrada. Es que parecen un comercial de seguros de vida, pienso, mientras cruzan la calle con despreocupada alegría.
Y justo en eso pasa un auto a toda velocidad y los hace volar por los aires. Era un lindo auto. Algo viejo. Debo haberlo visto en alguna parte antes. Era color granate, así que las manchas de sangre apenas se notarán.
Alcanzo a terminar ese pensamiento antes de ponerme a gritar. Y grito. Y grito. Más. Y otro poco. El tipo todavía tiene espasmos en las piernas. La mujer no se mueve. Tengo ganas de vomitar. Lo hago. Al menos las arcadas. No tengo nada de valor en el estómago. Mis chillidos siguen y atraen gente a la escena. Curiosos, samaritanos, qué se yo, igual todavía se puede hacer algo. Pero las piernas del tipo dejan de moverse de a poco y sospecho que no volverán a hacerlo. Trato de mirar hacia otro lugar pero no puedo, trato de correr lejos pero las piernas no me obdecen, finalmente me rindo y ni siquiera logro verlos, porque mis ojos no funcionan y sólo veo una imagen mental de sus sonrisas de hace dos minutos, que cubre toda la pantalla de mi cine interior.
Cuando logro controlarme y miro de nuevo están de pie, sonriendo. Terminan de cruzar la calle, se detienen un momento al borde de la acera y se besan. Luego siguen caminando tomados de la mano. Vuelvo a mirar hacia el asfalto y los curiosos se amontonan. Alguien pide aire, un teléfono, una llamada, que la gente se aparte. Una señora se acerca, se pierde entre la multitud y luego oigo un grito y se lo adjudico.
Me acerco. De a poco. No quiero. Pero tengo que. O quizás sí quiero. Pero no quiero.
Me abro paso y ahí están los dos, tiesos, tirados en la calle, sangre por todos lados. El tipo boca arriba, los ojos perdidos en el cielo. La chica boca abajo, y qué bueno porque parece que la cara la tiene destrozada.
Levanto la cabeza y miro a mi izquierda. La pareja se aleja caminando despacio. Se abrazan. Pasan junto a un niño rubio que camina hacia acá, riéndose. Antes de llegar hasta mí desaparece y recuerdo que el auto era un Chevy del 55, justo como el que tenía mi abuelo.
Digo, a estas alturas, con lo mojada que estoy y la cantidad de tiempo que he pasado caminando bajo la lluvia, ya debería haber muerto de bronconeumonia o algo así.
Lo único bueno de estas últimas horas fue encontrar esa bendita moneda en el bolsillo del abrigo. Una sola. No puedo llamar a nadie porque no me sé ningún número y, por lo demás, tampoco recuerdo conocer a nadie. Tampoco voy a llamar a emergencias o algo así, sin saber nada de mí misma me daría miedo contactarlos. Terminaría encerrada en algún lugar. Todo eso pensé mientras caminaba por la calle, masajeando la moneda sucia. Ningún propósito realmente útil o provechoso para la monedita famosa.
Así que paré en un quiosco y compré fósforos. Y me paré bien pegada a un edificio y saqué el cigarrillo. Y fui feliz por cinco minutos largos. Casi sentí manos invisibles acariciándome. Luego de eso, mi hambre desapareció por una media hora. Fue la paz mental.
Ahora todo ha vuelto al principio. Descontando el cigarrillo del inventario, claro. Al menos he recorrido los alrededores, he visto lo que me rodea. Calles grises y gente del mismo color. La lluvia no ayuda a mejorar los ánimos. Sólo una pareja feliz corre tomada de la mano bajo la lluvia, deteniéndose en cada esquina para besarse y de alguna manera la imagen me desagrada. Es que parecen un comercial de seguros de vida, pienso, mientras cruzan la calle con despreocupada alegría.
Y justo en eso pasa un auto a toda velocidad y los hace volar por los aires. Era un lindo auto. Algo viejo. Debo haberlo visto en alguna parte antes. Era color granate, así que las manchas de sangre apenas se notarán.
Alcanzo a terminar ese pensamiento antes de ponerme a gritar. Y grito. Y grito. Más. Y otro poco. El tipo todavía tiene espasmos en las piernas. La mujer no se mueve. Tengo ganas de vomitar. Lo hago. Al menos las arcadas. No tengo nada de valor en el estómago. Mis chillidos siguen y atraen gente a la escena. Curiosos, samaritanos, qué se yo, igual todavía se puede hacer algo. Pero las piernas del tipo dejan de moverse de a poco y sospecho que no volverán a hacerlo. Trato de mirar hacia otro lugar pero no puedo, trato de correr lejos pero las piernas no me obdecen, finalmente me rindo y ni siquiera logro verlos, porque mis ojos no funcionan y sólo veo una imagen mental de sus sonrisas de hace dos minutos, que cubre toda la pantalla de mi cine interior.
Cuando logro controlarme y miro de nuevo están de pie, sonriendo. Terminan de cruzar la calle, se detienen un momento al borde de la acera y se besan. Luego siguen caminando tomados de la mano. Vuelvo a mirar hacia el asfalto y los curiosos se amontonan. Alguien pide aire, un teléfono, una llamada, que la gente se aparte. Una señora se acerca, se pierde entre la multitud y luego oigo un grito y se lo adjudico.
Me acerco. De a poco. No quiero. Pero tengo que. O quizás sí quiero. Pero no quiero.
Me abro paso y ahí están los dos, tiesos, tirados en la calle, sangre por todos lados. El tipo boca arriba, los ojos perdidos en el cielo. La chica boca abajo, y qué bueno porque parece que la cara la tiene destrozada.
Levanto la cabeza y miro a mi izquierda. La pareja se aleja caminando despacio. Se abrazan. Pasan junto a un niño rubio que camina hacia acá, riéndose. Antes de llegar hasta mí desaparece y recuerdo que el auto era un Chevy del 55, justo como el que tenía mi abuelo.