miércoles, febrero 15, 2006

Ochenta y seis

Parece que estoy muerta.
Digo, a estas alturas, con lo mojada que estoy y la cantidad de tiempo que he pasado caminando bajo la lluvia, ya debería haber muerto de bronconeumonia o algo así.
Lo único bueno de estas últimas horas fue encontrar esa bendita moneda en el bolsillo del abrigo. Una sola. No puedo llamar a nadie porque no me sé ningún número y, por lo demás, tampoco recuerdo conocer a nadie. Tampoco voy a llamar a emergencias o algo así, sin saber nada de mí misma me daría miedo contactarlos. Terminaría encerrada en algún lugar. Todo eso pensé mientras caminaba por la calle, masajeando la moneda sucia. Ningún propósito realmente útil o provechoso para la monedita famosa.
Así que paré en un quiosco y compré fósforos. Y me paré bien pegada a un edificio y saqué el cigarrillo. Y fui feliz por cinco minutos largos. Casi sentí manos invisibles acariciándome. Luego de eso, mi hambre desapareció por una media hora. Fue la paz mental.
Ahora todo ha vuelto al principio. Descontando el cigarrillo del inventario, claro. Al menos he recorrido los alrededores, he visto lo que me rodea. Calles grises y gente del mismo color. La lluvia no ayuda a mejorar los ánimos. Sólo una pareja feliz corre tomada de la mano bajo la lluvia, deteniéndose en cada esquina para besarse y de alguna manera la imagen me desagrada. Es que parecen un comercial de seguros de vida, pienso, mientras cruzan la calle con despreocupada alegría.
Y justo en eso pasa un auto a toda velocidad y los hace volar por los aires. Era un lindo auto. Algo viejo. Debo haberlo visto en alguna parte antes. Era color granate, así que las manchas de sangre apenas se notarán.
Alcanzo a terminar ese pensamiento antes de ponerme a gritar. Y grito. Y grito. Más. Y otro poco. El tipo todavía tiene espasmos en las piernas. La mujer no se mueve. Tengo ganas de vomitar. Lo hago. Al menos las arcadas. No tengo nada de valor en el estómago. Mis chillidos siguen y atraen gente a la escena. Curiosos, samaritanos, qué se yo, igual todavía se puede hacer algo. Pero las piernas del tipo dejan de moverse de a poco y sospecho que no volverán a hacerlo. Trato de mirar hacia otro lugar pero no puedo, trato de correr lejos pero las piernas no me obdecen, finalmente me rindo y ni siquiera logro verlos, porque mis ojos no funcionan y sólo veo una imagen mental de sus sonrisas de hace dos minutos, que cubre toda la pantalla de mi cine interior.
Cuando logro controlarme y miro de nuevo están de pie, sonriendo. Terminan de cruzar la calle, se detienen un momento al borde de la acera y se besan. Luego siguen caminando tomados de la mano. Vuelvo a mirar hacia el asfalto y los curiosos se amontonan. Alguien pide aire, un teléfono, una llamada, que la gente se aparte. Una señora se acerca, se pierde entre la multitud y luego oigo un grito y se lo adjudico.
Me acerco. De a poco. No quiero. Pero tengo que. O quizás sí quiero. Pero no quiero.
Me abro paso y ahí están los dos, tiesos, tirados en la calle, sangre por todos lados. El tipo boca arriba, los ojos perdidos en el cielo. La chica boca abajo, y qué bueno porque parece que la cara la tiene destrozada.
Levanto la cabeza y miro a mi izquierda. La pareja se aleja caminando despacio. Se abrazan. Pasan junto a un niño rubio que camina hacia acá, riéndose. Antes de llegar hasta mí desaparece y recuerdo que el auto era un Chevy del 55, justo como el que tenía mi abuelo.

viernes, febrero 03, 2006

Ochenta y siete

Llueve. En el bolsillo del abrigo hay un cigarrillo. No tengo con qué encenderlo.
Por un momento sentí la imperiosa necesidad de seguir al viejo. De preguntarle a qué demonios se refería con lo del fantasma y los angelitos y demás. Luego decidí que el viejo estaba chiflado y que el abrigo era suficiente testimonio de nuestro encuentro. No tengo para qué volver a verlo en la vida. No tengo para qué volver a ver ese ojo de vidrio o esa sonrisa negra.
Uhm. Igual podría haberle pedido unos fósforos.
Camino un poco. Salgo de ese callejón horrible. Camino un poco. Busco un lugar abierto. Camino un poco. Encuentro una pequeña plaza. Camino un poco. Encuentro un banco, aunque los bancos son de madera y éste es de piedra, pero no sé de que otra manera llamarlo. Está bajo un árbol. Me siento un rato a contemplar la lluvia sin que ella me toque. A respirarla.
El barro es un asco, pero el olor a tierra mojada es maravilloso.
No es que me recuerde a mi niñez ni cursilerías por el estilo. Es simplemente un aroma agradable, hasta placentero. Y poco común en la ciudad. El cemento mojado no huele, o yo no puedo entender su olor.
Está lloviendo y estoy sola con un abrigo y un cigarrillo imposible, oliendo la tierra mojada. Si veinte poetas me observasen en este momento, por lo menos quince se enamorarían de mí.
Lo divertido es que sólo cinco, como mucho, se me acercarían. Y los cinco se sentirían defraudados después de conocerme.
Supongo que aquí, ahora, soy una bella imagen. Pero en realidad sólo soy una persona que necesita fósforos. Y recordar todo acerca de su vida.
La tierra mojada me tranquiliza. Intento crear un plan de acción que me lleve a recuperar mi vida. Tengo mi nombre. Tengo un abrigo. Tengo un cigarrillo. Y eso es todo. No sé por dónde empezar.
No me pongo histérica, en todo caso. Sólo tristemente resignada; dependo completamente de la suerte.
Vaya, ahora recuerdo que nunca he tenido mucha suerte.
Vaya, ahora recuerdo.
Mmm.
Si esto fue un regalo, no fue muy bueno. Recordar algo tan inútil. Podría haber recordado dónde está mi casa, o dónde dejé el dinero, o si en algún lugar alguien me espera.
Espero que en algún lugar alguien me espere. Sería todo muy triste si nadie lo hiciera.
Quiero que elguien me esté esperando. No; quiero que alguien salga a buscarme.
Pero tengo mala suerte. Seguro que no me va a encontrar.
Me voy a morir esperando. Esa persona se va a morir buscando.
Me siento sola. Me doy cuenta de que, además de los fósforos, necesito con desesperación un abrazo.
Creo que lloro un poco. Tengo la cara mojada por la lluvia, así que todo es incierto.