miércoles, julio 26, 2006

Ochenta y dos

Me empuja contra la pared y luego empuja su boca contra la mía. Con sus manos sujeta mis muñecas y con su vientre aplasta el mío. Me resisto, pero me gusta.
Luego me suelta y yo le rasguño la cara y sonrío. Él también sonríe, por un segundo. Comienza a desabotonarme la blusa. Lo hace con calma, con seguridad. Es imposible que algún botón se rebele, es imposible que la blusa no termine en el suelo, sin mirarlo a los ojos puedo sentir el peso de su mirada, tan aplastante, como si supiese perfectamente lo que va a pasar. Esto me provoca dolor en el estómago.
Su seguridad. Su dominio del mundo. Me molesta.
No. Lo envidio. Quiero esa seguridad en mi cabeza, no en la suya.
Más allá de su sonrisa, no puedo distinguir su cara. No sé si está la cicatriz. No sé si hay dos ojos o sólo uno.
Ahora estamos en la cama. Yo abajo, él arriba. Mi cabeza a la altura de su cuello. Miro hacia arriba, buscando la respuesta. El número de ojos. Pero él mira hacia el frente y yo sólo puedo ver su mentón. En la punta hay una gota de sudor, a punto de caer en mi cara. Mi primera reacción es sentir asco y cerrar los ojos con fuerza. Pero no pasa nada, él se sigue moviendo sobre mí, mirando hacia el frente (¿qué hay ahí, además de la pared vieja?), y la gota no cae. Se tambalea, pero no cae. Finalmente decide pegarse a su piel y resbala por el cuello, pasa justo entre las clavículas y llega a su pecho.
Sus manos dejan de acariciarme, las coloca a los lados y levanta el torso. Deja la pared y mira el techo, aunque creo que tiene los ojos cerrados. ¿Los dos? ¿Uno? ¿Por qué no puedo saber?
En ese momento cierro los ojos y paso la lengua por su pecho, recojo esa gota que aún no desaparece y me la guardo en la boca con una sonrisa.
Deja de temblar y me mira. Puedo ver su cara completa. Veo lo quería ver. Paso una mano por su mejilla, acariciando los rasguños que esa misma mano hizo un rato atrás.
Parpadeo y mi mano sigue en su cara, pero estamos de pie, estamos vestidos y yo estoy llorando.
Hace cinco minutos se abrió la puerta de su casa. Él ni se movió al ver al niño cruzar el umbral, que lo miró riéndose a carcajadas; él lo miró con su único ojo y sonrió discretamente. Luego me miró a mí y entendí que la mirada de un sólo ojo puede pesar más que un martillazo en el corazón.
El niño se me acercó corriendo y desapareció. Luego él se levantó, me empujó contra la pared y empujó su boca contra la mía, pero era sólo un recuerdo.
Mi mano deja su mejilla y cae muerta a mi lado. Luego las piernas pierden fuerza y caigo sentada. Me cubro la cara con las manos. Él se agacha.
- Qué te pasa.
- No sé. Es como... echo de menos a alguien... no, es mucho más que eso. Quiero que alguien esté aquí, ahora, pero no sé quién, y no sé por qué o para qué.
No me abraza. Se pone de pie. Busca una botella, la abre y toma un trago. Silencio.
Lo miro y tiene cara de estar pensando. Luego me mira.
- Debe ser el imbécil de Haym.