sábado, marzo 24, 2007

Sesenta y ocho

Despierto y me hago un café.
La verdad es que me gusta más el té, pero a veces me dan ganas de un café bien hecho, un café que me deje un buen sabor de boca. Un café...
Eso lo recuerdo. No sé por qué, pero lo recuerdo. Quizá algún niño apareció mientras dormía y me permitió recordarlo. La razón por la cual me gusta tomar café a veces, la razón por la que a veces me gusta sentir el sabor del café en mi boca, eso no lo recuerdo. Me da pena no recordarlo porque la sensación es muy agradable, pero a la vez me provoca algo de nostalgia.
Lo bueno es que tengo algo que hacer, así que no puedo quedarme pegada en la nostalgia y amargarme el día.
Tengo que leer. En voz alta. Y grabarme.
Ya grabé la primera parte de El Libro de la Risa y el Olvido. Según la contratapa, es una "novela de variaciones", así que probablemente la tristeza de la primera parte se repita en las otras seis. No es una tristeza romántica, en todo caso, sino al contrario; una tristeza fría, una tristeza ocre. La tristeza que viene después del romance, ya sea entre dos personas o entre una persona y una idea, o una causa, o cualquier otra cosa. Una mezcla de risa incontrolable e injustificada y un olvido inexorable y cruel.
Una risa que termina provocando pena.
Toda relación amorosa se basa en una serie de convenios que, sin escribirlos, los amantes establecen imprudentemente durante las primeras semanas de amor. Están todavía como en sueños, pero al mismo tiempo redactan como abogados implacables las cláusulas detalladas del contrato. ¡Oh amantes, sed cautelosos durante esos peligrosos primeros días! ¡Si le lleváis al otro el desayuno a la cama os veréis obligados a hacerlo siempre, a menos que queráis ser acusados de desamor y traición.
Ese pasaje tuve que grabarlo tres veces. La primera vez me largué a reír. La segunda vez casi me puse a llorar. Sólo la tercera vez logré leerlo de forma adecuada y seguir con el resto del libro.
Entiendo por qué me dio risa, no por qué me dio pena. Pero sigo leyendo para no pensar en esa pena.

--- o ---

No tengo muchas ganas de levantarme. Me quedo dando vueltas en la cama, envolviéndome en las sábanas, dejando que pasen suavemente por mis piernas, por mi espalda, por mi vientre. Saco la almohada y al rato vuelvo a ponerla bajo mi cabeza. Finalmente me tiendo boca arriba y abro los ojos. Busco las ganas de levantarme en el techo. No están.
Me levanto brevemente a buscar una taza de té, el libro y la grabadora y vuelvo a acostarme. Miro por la ventana y descubro que está nublado, y entiendo por qué no quiero levantarme. No me gustan los días nublados.
Karel está todavía lleno de la belleza de la noche. Sabe perfectamente de que de mil o dos mil veces que se hace el amor (¿cuántas veces ha hecho el amor en la vida?) sólo quedan dos o tres verdaderamente esenciales e inolvidables, mientras que las demás son sólo regresos, imitaciones, repeticiones o recuerdos. Y Karel sabe que la de ayer fue una de esas dos o tres veces y lo llena una especia de inmensa gratitud.
Detengo un momento la grabadora y me quedo pensando. Claramente no habría mucho que pensar si esto lo hubiese grabado normalmente, pero justo ahora se me había ocurrido la genial idea de grabar en la cama. Una cama grande, la de este lugar. Una cama que me queda grande, donde debo verme pequeña.
¿Sólo dos o tres veces esenciales, inolvidables? Yo sólo recuerdo una vez, con el Tuerto. Sé su nombre, lo recordé después del tiroteo, pero también recordé cómo perdió ese ojo y todo lo que perdimos los dos, lo que perdí yo, junto con ese ojo. Y recordé que me prohibí pronunciar de nuevo ese nombre y lo llamé Tuerto como todos los demás hicieron, y así logré establecer una barrera entre los dos.
Una barrera que él ni miró. Una barrera que construí para impedirme a mí misma volver a acercarme.
Y ahora sólo recuerdo esa vez en que hice el amor con él y con la lengua me guardé una gota de su sudor. ¿Qué intentaba guarar? ¿Qué parte de él quería dejar dentro de mí a través de ese acto? No recuerdo nada más que el acto, su cuerpo, los hechos.
De Rodrigo Haym no recuerdo ni la mirada, pienso, y quiero envolverme en las sábanas de nuevo. Pero en lugar de eso enciendo la grabadora y sigo leyendo.

--- o ---

Ha vuelto el Sol y eso basta para que el día sea maravilloso y vuelvan mis ganas de levantarme temprano. Me doy el lujo de alargar la ducha tibia porque sé que apenas salga del baño comenzaré a hacer cosas sin parar hasta que sea hora de irse a dormir. Éste será un día muy activo, pienso mientras me visto sin prisa, con ropa nueva, como celebrando este día que promete tanto.
Pero al rato estoy sentada en un sillón, mirando por la ventana, intentando escapar del influjo del libro y la grabadora. No tengo nada más que hacer.
En realidad, podría salir a la calle e intentar buscar a Rodrigo Haym. No puede ser tan difícil, me digo. Pero también me digo que sin duda será peligroso. Luego de los disparos, cualquier cosa puede pasar. ¿Y si esos tipos, aunque perseguían al Tuerto, me vieron - o peor aún, me reconocieron, me asociaron a él - y ahora también me buscan para matarme?
No tengo ganas de salir a la calle, me digo. No tengo ganas de meterme en problemas. No tengo ganas de volver a toparme con el Tuerto otra vez.
Me imagino el mundo creciendo hacia arriba alrededor de Tamina como una pared circular, y ella es un pequeño trozo de césped allá abajo en el fondo. De ese césped crece el recuerdo del marido como una única rosa.
No, no es eso.
O me imagino que el presente de Tamina (compuesto de servir el café y de ofrecer su oreja) es una barca que de desliza por el agua, y ella va sentada en esa barca y mira hacia atrás, sólo hacia atrás.
No es eso. No puede ser.
Pero en los últimos tiempos está desesperada, porque el pasado palidece cada vez más.
No tengo pasado. Como si hubiese palidecido demasiado. Tanto que se ha hecho trasparente y ya no puedo verlo.
¿Es que acaso no quiero buscar a Rodrigo Haym porque no quiero encontrarlo?
¿Estoy encerrada aquí para evitar que me encuentre?

--- o ---

Sigo leyendo.

lunes, marzo 05, 2007

Sesenta y nueve

Correr sin pensar. Sólo correr hasta que el ruido de los disparos desaparezca. Aunque hace varias cuadras que sólo está en mi cabeza.
¿Dónde estoy? Podría ser la pregunta más importante para una persona normal, pero en mi caso da más o menos lo mismo. Todos los lugares son igual de desconocidos para mí.
Y sin embargo basta mirar en cualquier dirección para sentir un aire familiar. No solo aquí, sino en todas partes.
Probablemente ya haya recorrido todas estas calles. Probablemente alguna de esas ventanas sea la de mi casa. Pero todo es igual. Ese aire familiar no varía, se mantiene tenue dondequiera que mire.
¿Dónde estoy? Ni siquiera vale la pena preguntar, porque me darían un nombre que no me diría nada.
El tuerto - vaya, no recuerdo su nombre y olvidé preguntárselo - era mi única esperanza de saber cosas sobre mi pasado. Él podría haberme llevado a mi casa. Habría visto a mi familia. Habría comido cosas con un sabor familiar. Habría dormido en mi cama.
Aunque, pensándolo bien, sin recordar todas esas cosas, seguirían siendo ajenas a mí.
Tampoco podré encontrar a Rodrigo Haym, que al parecer es a quién debo encontrar.
Es un poco ridículo pensar que fui su mujer y no poder recordarlo. ¿Qué pasará si lo encuentro? ¿Bastará con verlo para recordar todo? ¿O miraré sus ojos y no me dirán nada?
Odio tener que repetirme hasta el cansancio que no sé nada.
Así que dejo de pensar y decido preocuparme por lo que le pasa a mi cuerpo. Y pasa que mi estómago suena. Tengo hambre.
Busco un café. Doy con una fuente de soda. Reviso mis bolsillos. Ah, el tuerto dejó unos billetes ahí. Quizás sabía que nos separaríamos pronto. Claramente sabía quienes lo perseguían.
Entro y pregunto si tienen café. No, pero tienen té. Está bien. Y un sandwich.
Como despacio para saborear bien el sandwich, porque difícilmente podré gastar el dinero que me queda en más comida. Trato de pensar en qué hacer; necesito un lugar donde dormir, más comida y más dinero. Echo de menos a la abuelita, pero no quiero volver a dormir en la calle. Además, si vuelvo por ahí podría toparme con los que perseguían al tuerto y podrían reconocerme y podría terminar muerta.
Dinero. Necesito dinero. Así que pido el diario y reviso los avisos económicos. Por la cantidad de anuncios, está claro que el mejor empleo por estos días es ser puta, pero no, gracias. También piden choferes para repartir materiales industriales. No sé conducir, o no lo recuerdo. Necesitan vendedoras por catálogo. Podría ser. Vaya, aquí hay algo extraño. Se necesitan personas con buena voz, posibilidad de trabajar en casa, anticipo conversable.
Llamo al mozo y le pregunto si tengo buena voz. El mozo me mira de arriba abajo y sé que enlo último en que se está fijando es en mi voz. Finjo molestarme y se pone nervioso.
Tiene usted una hermosa voz, señorita.
¿En serio?
Por supuesto.
Qué más da. Le creo. Le pago y le digo que necesito el diario, luego le pregunto cómo llego al lugar donde ofrecen el empleo. Lo obligo a recomenzar sus explicaciones tres veces, dándole a entender que nada es obvio para mí. Igual no le molesta, así puede mirarme más tiempo. Finalmente anota todo en un par de servilletas y me despide asegurando que no puedo perderme. Sólo espero que tenga razón.
Tres horas después, y gracias a la ayuda de varias personas, llego a mi destino sudada, emputecida y con dolor de cabeza. Mi destino es una casa vieja sin ningún cartel ni timbre. La puerta está abierta y me deja ver un pasillo muy oscuro, iluminado por dos ventanas mínimas y sin atisbo de luz eléctrica.
Esto me empieza a dar miedo. Ya no parece tan buena idea haber venido. Me doy la vuelta, pero antes de salir escucho una voz lejana que me dice que pase. Hay algo en esa voz que me tranquiliza.
Si es la voz de un asesino en serie, entendería que sus víctimas cayeran redonditas. Su voz hipnotiza.
Comienzo a caminar y descubro tres, cuatro pasillos más, todos a oscuras, ninguna ampolleta, las puertas y ventanas tapiadas. Estoy aterrorizada pero sigo avanzando. Hasta llegara la última puerta, la única abierta. En su interior tampoco hay luz, excepto unos pocos rayos que caen de un techo claramente arruinado. Después de un rato logro distinguir los bordes de un escritorio y a una silueta humana detrás de él.
Pase, pase, adelante.
Vengo por el anuncio del diario.
Cuénteme de su vida.
Me quedo en silencio.
Es para apreciar su voz.
Es que no sé mucho. Al parecer tengo amnesia y no recuerdo casi nada. Sé que me llamo Sara y algunas cosas más que no viene al caso mencionar.
Entonces cuénteme cómo llegó aquí.
Le cuento la historia de cómo vi el anuncio en la fuente de soda y las siguientes tres horas de tortura. Se queda callado un rato. A estas alturas, ya me doy cuenta de que es un anciano. Su voz tiembla y su respiración se basa en resoplidos, pero sigue siendo cálida.
Su voz es hermosa, me dice luego de un rato. Pero no me queda muy claro qué tipo de historias podría relatar su voz.
No entiendo.
Su voz es demasiado hermosa para contar una historia trágica. Y una historia feliz, o ligera, desperdiciaría su voz.
No entiendo.
Déjeme pensar.
¿Podría explicarme...?
Lo tengo. O, en realidad, es sólo una corazonada. Experimentaremos. ¿Necesita un adelanto?
Sí, pero todavía no entiendo en qué...
No me escucha. Abre un cajón del escritorio y saca algo. Luego se levanta con dificultad y camina con dificultad hasta una pared, y saca algo de ella, con dificultad. Descubro que las paredes son estantes. Camina hacia mí, con dificultad, y me pasa tres cosas.
Meintras antes termine mejor, pero en realidad puede tomarse el tiempo que quiera. Lo importante es que salga bien.
Y vuelve a sentarse. Supongo que ya puedo irme.
Me quedo diez minutos bajo el umbral de la puerta principal, mirando el suelo y temiendo que no esté encandilada sino definitivamente ciega. Al fin mis ojos se readaptan al mundo normal y puedo ver qué es lo que me pasó.
Un fajo de billetes.
Una grabadora.
Y El Libro de la Risa y el Olvido, de Milan Kundera.