viernes, junio 17, 2005

Noventa y seis

Despierto. Los niños duermen. El perro duerme. El viejo vagabundo tapado con diarios duerme, o quizás me mira con ese ojo de vidrio que no se cierra jamás.
Lo conocí anoche. Se estaba comiendo unas papas fritas y el perro fue más rápido que mi buena educación. Perro y viejo pelearon un rato por las dichosas papas, pero claro, el perro tiene dientes. Y afilados, encima. El vagabundo agarró una botella, la rompió y me amenzó. Tenía que comprarle comida o me mataba. Yo no tenía ni tengo dinero, así que sólo me encogí de hombros. La botella me cortó la frente, o quizá la sien. Salió sangre. Luego no salió nada. Me dolió, creo, pero no me preocupé de eso. El viejo me miró con cara de loco, luego se echó al suelo de rodillas y sacó una petaca. Bebió, eructó y empezó a decir que yo era un ángel.
Lo levanté y le dije que no, que de ángel nada. Me miró con pánico. Demonio tampoco, apuré. Empezó a temblar. Ni siquiera fantasma, mentí. Se le pasó el miedo y su semblante acusó incredulidad. En eso estaba el viejo, mientras yo trataba de pensar en una buena excusa, cuando aparecieron los niños, que se habían quedado atrás. La mitad se acercó al perro y comenzaron a jugar con él y con las papas fritas. La otra mitad se abalanzó sobre el viejo y lo miraron, tocaron, acariciaron, golpearon, en fin, lo examinaron completo muertos de la risa. Muertos. Lo que más les gustaba era la boca sin dientes del viejo, que en un par de minutos se había olvidado de mí y jugaba con los niños, lleno de felicidad.
Luego hubo algo así como una conversación, luego algo así como una comida, luego algo así como un lugar donde dormir.
He mentido. No desperté. Nunca dormí. No puedo dormir, carajo. Y tanto que me gustaba dormir cuando estaba vivo. En fin. Me levanto, el perro se da cuenta y me sigue. No me interesa despertar a los niños, mal que mal sopn parte de mí y van donde yo voy. Mueren y mueren pero parecen no acabarse.
Ya no sé que hacer. Me aburro. No encontraré a Sara jamás en esta puta ciudad. Y si la encuentro no sé lo que diré, o haré. El viejo estaba probablemente loco y años de trago deben haber fundido gran parte de sus pobres sesos, pero su reacción ante mí fue bastante normal. Sara podría gritar, podría llorar, podría huír y entonces para qué seguirla, para qué empujarla a mantenerse siempre corriendo, si los muertos están todos muertos.
Sara. Sara. ¿Acaso es ella la única razón por la que estoy aquí? No lo sé. Debe haber algo más. Sara es inalcanzable. Sara ya fue parte de mi vida y no será parte de mi muerte. Sara y su vida no giran en torno a mí. Ella no me busca. Esto se acabó.
Está el perro. Le encontraré un hogar. Será rápido, luego ya veré que hago. Matar el tiempo, supongo. Ja, matar el tiempo. Un muerto matando el tiempo. Pero también un muerto buscando un hogar para un perro. Y luego esperar, porque supongo que no estaré dando vueltas por siempre. Al menos no con esos niños matándose sin vacilar, uno a uno, sistemáticamente. Llegará el momento en que no recuerde nada y supongo que eso será el fin de todo.
Hasta entonces, caminaré. Buscaré un buen dueño para este perro. Luego, ya veremos.
Creo que quizá debiera buscarle un nombre, antes de un hogar. Bautizarlo. Mal que mal, el maldito me sigue. Algo quiere de mi. Lo único que puedo darle es un nombre.
Me siento tentado a llamarlo Míster Bones. Pero sería plagio, y además el verdadero Míster Bones ya debe estar muerto. No hay relación entre estos dos argumentos, pero para mí es suficiente.
Me agacho y acaricio al perro en busca de inspiración. Me lame la frente. Carajo, me arde. Por lo visto la herida sigue abierta, aunque ya no sangre. Qué vamos a hacer, perro. Estamos cagados.
Recuerdo las papas fritas. Estamos fritos. Ja. Sí. Un nombre tan bueno como cualquier otro, aunque sospecho que es malo. Vamos a arreglar mi cara, Frito.