miércoles, enero 24, 2007

Setenta y dos

No esperarás que te crea.
No. Pero es la verdad. Acabas de verlo.
O sea que cada vez que un niño de estos se muere, Haym pierde un recuerdo.
Sí.
Y tú ¿quién eres? ¿De dónde conoces a Haym?
Lo conocí hace sólo unos días. Me costó decidirme a acompañarlo, pero aquí estoy.
¿Y por qué te costó? ¿Te obligó?
No, es que siempre he estado sola.
Ah, una mujer solitaria.
No, una mujer que mata todo lo que toca.
¿Perdón?
Eso. Si te toco, por alguna razón te mueres. No sé por qué, pero sucede. Cuando conocí a Haym un tipo acababa de morir tratando de robarme. Me tocó y se murió. Así de fácil.
Vaya. El mundo está lleno de sorpresas.
Yo no definiría el hecho de matar gente con el tacto como una sorpresa. Más bien como una maldición, o simplemente una vida de mierda, pero claro, tienes que vivirlo para entenderlo.
Créeme, yo no mato con el tacto, pero de todas formas la gente se aleja de mí. Y los que se quedan, se mueren.
Qué, ¿tienes alguna enfermedad contagiosa?
No. Soy asesino a sueldo.
Ah.
"Ah." Es lo que siempre dicen cuando hablo de mi profesión. Ahí entiendo que no debí decirlo y que la persona, en este caso tú, está aterrada.
Bueno, no sé si aterrada, pero no esperarás que esté fascinada.
Claro que no. ¿Un cigarrillo?
Gracias. Y... ¿es cierto lo que dice Haym? ¿Sabes algo de Sara?
Ya se lo dije a él, pero al parecer lo olvidó.
Hasta donde yo sé, nunca había olvidado algo tan inmediato. Siempre era información antigua. Y en su situación actual me da la impresión de que no memoriza mucho.
Quizá ya no es capaz de generar recuerdos.
Sabe mi nombre y lo recuerda, reconoce al perro, cosas así. Pero exceptuando la idea de buscar a Sara, no parece que su vida vaya hacia algún lado.
¿A qué te refieres?
La vida de todo el mundo... bueno, de la gente normal, me excluyo, la vida de esas personas es, en terminos ideales, siempre algo nuevo, conociendo, aprendiendo, qué se yo. Haym se limita a buscar a Sara.
Cada uno vive su vida como más le place.
Me parece que tu vida tampoco es muy normal.
Digamos que si me pongo a pasear por la vida, para conocer y aprender, es probable que termine con un disparo en la cabeza. Debo limitarme a hacer mi trabajo y frecuentar a personas de confianza en lugares seguros.
Entonces esto debe ser toda una aventura para ti, rodearte de gente que apenas conoces.
A Haym lo conozco desde hace tiempo. Pensé que estaba muerto.
¿Muerto? Pues no andas muy equivocado. Si no fuera visible y palpable diría que es un fantasma. Pero háblame de Sara.
¿Qué quieres saber?
Cuándo la viste por última vez, por ejemplo.
Hará unas dos horas.
¡¿Qué?!
Eso. Estaba con ella cuando aparecieron los tipos que viste en el edificio. Me separé de ella para que no corriese peligro.
¡Entonces vamos a buscarla!
Dudo mucho que la encontremos fácilmente. Si es la misma Sara de siempre, los disparos deben haberla asustado y debe haberse puesto a correr sin pensar a dónde iba. Y si recordó el pasado...
¿Recordó?
Tiene amnesia.
¿Me estás tomando el pelo?
Yo pensé lo mismo cuando supe que Haym olvidaba cosas. Y si quieres que te diga algo más raro, Sara está recordando cosas de a poco. Y el detonante de sus recuerdos...
No puede ser.
Sí. Niños que se le acercan y luego desaparecen. Luego de ver a los niños de Haym entendí la conexión.
¿Conexión?
Debe haber una, de algún tipo. Quizás cada vez que Haym olvida algo, Sara recupera un recuerdo, o algo así.
Esto es como una mala película.
Bueno, supongo que debemos reunirlos para ver qué pasa.
Supongo que sí.
Los ayudaré mientras pueda, pero entenderás que mi presencia será intermitente. Hay mucha gente buscándome.
¿Qué, mataste a alguien importante?
Créeme, no quieres saber.
En realidad, no. No quiero saber.
Bueno, entonces vamos a buscar a Sara.
Vamos. Y por el camino me cuentas cómo conocias a Sara de antes.
Ella fue mi mujer. Hace mucho tiempo.

jueves, enero 11, 2007

Setenta y tres

Todo pasó bastante rápido; lo suficiente como para que el relato y sus palabras se hagan largos y lentos y se pierda, por más conciso que sea uno, parte de la velocidad de las cosas.
Limitaciones del lenguaje, supongo.
Luego de la anímica información del tuerto, que me permitió saber, o más bien corroborar mi sospecha de que yo era el causante de la desgracia de Sara, y por eso ahora debía buscarla, porque ella había huído de mí, me quedé perplejo unos momentos. Muy pocos.
Luego creo que me puse de pie y lo sujeté del cuello. Creo, también, que intenté golpearlo.
Por supuesto que no lo logré. El sí. Sus puñetazos eran tan veloces que nisiquiera podía caer al suelo, aunque también es cierto que ahora él me sujetaba a mí del cuello. Y sus golpes incluían un ingrediente nuevo, que creí descifrar como rabia contenida por un largo tiempo. Este ingrediente le daba una fuerza descomunal a sus ya potentes puñetazos. Resultado: me iba a desfigurar la cara en un rato.
Pero no pudo seguir. El mundo comenzó a moverse aún más rápido que sus puños.
La puerta de la escalera se abrió y Frito apareció corriendo. Su pelo se erizó en menos de un segundo y luego se abalanzó sobre el tuerto, transformándose en una bestia sin el menor parecido al perro flaco y enfermo que yo conocía, y mordiéndole una pierna a mi atacante.
Luego entró un ejército de niños sonrientes, que apenas vieron el ataque de Frito comenzaron a reirse a carcajadas y a apuntar al tuerto con sus perfectos y diminutos dedos.
Y luego entró María, resoplando, agotada por quizá cuántos metros de escalera. Se paralizaron sus párpados y nos miró mientras nosotros la mirábamos a ella. Luego pestañeó, el tuerto me siguió golpeando, y María corrió hacia nosotros. Supe de inmediato lo que pensaba hacer, y por lo mismo tuve que olvidarfme de cualquier tipo de defensa contra los puñetazos para poder atravesarme entre quien me pegaba y quien quería matar al que lo hacía.
María hundió sus manos en mi pecho, pensando que lo hacía en el del tuerto, y esperó a que yo cayese. Lo hice, con la cara amoratada y con problemas para respirar debido a la sangre en mi nariz y garganta. Pero claro, yo no iba a morir, y mi tos mezclada con el temblor producto de tanto golpe la hizo darse cuenta de lo que había pasado.
Trató de levantarse para atacar a su verdadero objetivo, que ya no tenía protección posible. Logré sujetar una punta de su blusa y traté de decirle que no lo hiciera, pero no podía hablar. Así que solo la miré y me entendió. Volvió al suelo, a mi lado, y me abrazó.
Supongo que el tuerto pensó en sacarla de en medio y seguir golpéandome hasta matarme. Supongo que recapacitó, bien por mi aspecto o bien por el aspecto de María.
Todo eso sucedió en bastante menos tiempo del que me tardo en repasarlo con la mente. Y sólo fue el aperitivo. El plato principal fue cuando varios niños se acercaron corriendo al borde del edificio y comenzaron a treparse por la baranda, muertos de la risa. Literalmente muertos, o próximamente muertos, lo que sea.
Yo no podía hacer nada, y tampoco me interesaba hacerlo. María también sabía que todo esfuerzo sería inútil. Frito soltó la pierna que aún mordía y aulló, pero sin moverse de su lugar. El tuerto era el único que no sabía, el único al que nadie le había contado nuestra historia, y claro, después de un momento de parálisis partió corriendo, tratando de decidir en el camino qué niño había que salvar primero. Pero no había caso, todo era parte de una danza perfecta, que culminaría en una caída coral. Yo sólo me preguntaba si se reventarían contra el pavimento o desaparecerían antes.
Asombrosamente logró agarrar a uno, que dejó de reírse de inmediato e intentó zafarse de la gran mano que lo sujetaba. Todos los demás desaparecieron, excepto unos pocos que se quedaron en medio de la terraza, jugando entre ellos y con Frito. No me queda más esperanza ni consuelo que pensar que olvidaré los cumpleaños de gente que no me interesa.
Con ayuda de María me pongo de pie. Luego giro y trato, como un niño avergonzado, de que no me vea escupir una bola de sangre al suelo. Vuelvo a girar y claro, ahí está su mano con un pañuelo, limpiando mi boca. Me siento ridículo, además de viejo y lisiado.
A duras penas me acerco al tuerto y al niño. Al principio, María intenta detenerme, pero luego se limita a servir de bastón humano, sin dejar de mirar con odio a quien me dejó así. Esta vez las cosas suceden más lentamente que las palabras, y paso a paso logro llegar a mi objetivo. Han pasado minutos de silencio, sólo interrumpidos por mi tos y las risas de los niños.
Con la mano libre, el tuerto vuelve a tomarme del cuello. Supongo que quiere una explicación. Planeo dársela. Pero no puedo hablar. No puedo pensar. Me quedo mirándolo boquiabierto. Quizá es porque nos sujeta a mí y al niño al mismo tiempo, y se ha convertido en una especie de cable o algo así. No tengo idea. Sólo sé que me quedo callado un rato, me voy a algún lugar en mi cabeza, y luego vuelvo iluminado.
Ya sé quién eres. Yo también pensaba que estabas muerto, le digo y le sonrío. Primero mira mi boca sonriente, hinchada y llena de sangre, no lo culpo. Luego me mira a los ojos y sabe que digo la verdad.
Luego el niño le muerde la mano y vaya, tenía más fuerza que yo o el perro. Logra que lo suelten y corre directo a la baranda. Esta vez el tuerto no logra alcanzarlo.
Vuelve hacia nosotros y me queda mirando de nuevo.
Así que ahora me reconoces. Entonces me vas a explicar cómo es que estás vivo, qué pasa con estos niños y qué fue lo que pasó antes de separarte de Sara.
Sara, Sara, repito balbuceante. Tú sabes algo de Sara, no te reconozco, pero sí a tu abrigo. Dime lo que sabes de Sara.
María y el tuerto se miran. Ya le explicará ella sobre mis recuerdos, y hablaremos del que se llevó ese niño en caída libre al vacío.

martes, enero 02, 2007

Setenta y cuatro

Disparar una pistola en la vida real es muy diferente a como se ve en las películas.
Dispararle a alguien también.
En las películas hay gritos, caída lenta, miradas de odio dirigidas por gente ensangrentada desde el suelo al tipo cuya pistola humea.
En la realidad el disparo es rápido, los cuerpos convertidos en bultos caen en silencio, se aprecian algunos espasmos, y sólo entonces, si no lo mataste - y no hace falta un disparo en la cabeza para hacerlo -, puede que lleguen los gritos. Es bastante probable que caiga con los ojos abiertos y uno sienta la tentación de mirarlos, y de darle a esa mirada que no es mirada sino ausencia de vida la interpretación que nuestro nivel de culpa considere más adecuada.
Pero el asesinato a tiros es, a menos que uno tenga mala puntería, un trámite más bien corto, muy distinto a la actividad lenta y saboreable que se ve en las películas. En cierto sentido, vengarse de alguien disparándole sería probablemente aburrido y pocos se sentirán satisfechos con tal venganza más de un par de minutos, cuando la adrenalina comience a bajar.
Con ese argumento me convenzo de que el no haber matado a los perseguidores del abrigo obedece a una simple falta de ganas que al miedo o el nerviosismo. En realidad nunca he querido matar a nadie, al menos no en serio, y estos tipos no me habían hecho nada excepto dispararme a quemarropa, cosa que en mi situación actual parece no afectarme. Así que para qué matarlos.
Lo que no significa que no les haya disparado. Y acertado.
Ahora me rodea un montón de bultos poseídos por espasmos de dolor: algunos se arrastran, dejando manchas de sangre en el piso como Hansel y Gretel dejaban migas de pan, otros sólo pueden gritar o lamentarse mientras sus extremidades convulsionan. No me dan pena.
Decido obviar la referencia a las películas y conservo la pistola en lugar de tirarla lejos. Así armado me dirijo hacia el abrigo, que se arrincona en medio de la azotea, junto a la puerta que da acceso a la escalera. Camino rápido y sin precauciones mientras se cierran los agujeros en mi piel producto de los disparos, estiro la mano y sujeto el abrigo, el abrigo gira y descubre parte de un rostro y una mano cerrada que a gran velocidad impacta mi cara y me apaga el cerebro un par de segundos.
Cuando vuelven las transmisiones estoy en el suelo y el abrigo está sobre mí, golpeándome la cara. El dolor no es tan intenso como los disparos que recibí hace un rato, pero me doy cuenta fácilmente que si los golpes no paran voy a perder la consciencia. Un puñetazo gira mi rostro hacia la derecha y veo que la pistola sigue en mi mano. Así que levanto el brazo como puedo y pego el cañón a la sien del abrigo. Los golpes se detienen de inmediato.
De nada por salvarte, le digo.
Se levanta de un salto. Luego hago lo propio, con grandes dificultades, temblando y tosiendo. Escupo con violencia un coágulo de sangre y me limpio la boca con la manga izquierda, sin dejar de apuntar al abrigo con la derecha. Parpadeo. Muy lento. Veo como su patada se acerca. Por un milímetro logro esquivarla, saltando hacia atrás. Apunto con firmeza. Se queda quieto un rato, me mira y luego levanta las manos. Me mantengo a una distancia segura.
Solo entonces me fijo en su cara. No parece viejo, pero su piel está gastada y tiene algunas arrugas, probable señal de que no lo ha pasado muy bien en la vida. El ojo que le falta parece corroborar la idea.
Asumo que él también aprovecha este momento de silencio para estudiar mi cara, así que no dejo de mirarlo a los ojos. Al ojo, más bien. Ojo que se abre bastante después de un rato, en sicronización con la ceja que se levanta.
¿Rodrigo Haym?
Sí, le respondo. No puede ser, dice en voz baja, como si no me hubiese oído. Sí que puede ser, le digo, pero sospecho que sigue sin prestarme atención. Se toma el mentón y baja la mirada. Está muerto, no puede ser él, cavila mientras comienza a dar pasos sin rumbo. No estoy muerto, soy yo, le digo mientras me acerco, y sería bueno saber quién mierda eres tú, lo único que recuerdo es tu abrigo. No me escucha. Sigue absorto en sus pensamientos. Oye, le digo mientras le tomo un hombro, soy Rodrigo Haym, trato de decir a continuación pero me sujeta el brazo y parte mi muñeca sobre su hombro, con suficiente dolor de por medio como para soltar la pistola, y luego de una vuelta en el aire caigo de espaldas al suelo. Antes de poder orientarme el abrigo vuelve a estar sobre mí, pero no me golpea. Esta vez él tiene la pistola y me pone el cañón en la frente.
Tú no eres Rodrigo Haym, me dice. Rodrigo Haym está muerto.
Es bastante probable que esté muerto o algo así, le respondo. Tú ya viste lo que pasó con ese ojo que te queda. Alguien normal no habría salido de ésta.
Y ahora tengo que creer que el fantasma de Haym ha venido a salvarme. Sí, claro. Tú no eres...
No he venido a salvarte. He venido porque reconozco ese abrigo pero no a ti, probablemente tu recuerdo ya haya muerto atropellado o electrocutado, y necesito que me digas de dónde me conoces, y si sabes algo sobre Sara.
¿Qué sabes tú de Sara?, me pregunta con violencia.
Que tengo que encontrarla, le respondo con la mejor cara de imperturbable que logro poner.
Me suelta y se pone de pie. Se rasca la cabeza y se pasa una mano por la boca, tocando con un dedo su nariz. A duras penas logro incorporarme, y escupo otro coágulo.
Haym está muerto, vuelve a decir, dándome la espalda.
Si tanto quieres que esté muerto, acepto, lo estoy. No me interesa estar vivo o que reconozcas que lo estoy. Me interesa que me digas lo que sepas sobre Sara.
¿Lo que sé sobre Sara?, dice al tiempo que gira y se acerca rápidamente a mí. Sospecho lo que pasará pero no tengo tiempo ni fuerza para reaccionar. El puñetazo impacta directamente mi mejilla izquierda y caigo al piso aparatosamente.
Sé que Sara fue mi mujer antes de que tu aparecieras, que fue feliz conmigo y que luego de meterse contigo empezaron todos sus problemas, me dice, y sus palabras me caen encima como un escupitajo.