martes, mayo 17, 2005

Noventa y siete

Llueve. No llueve. No sé. No importa. Estoy muerto. Quizás no. Pero sé que sí. Pero quizás no.
No estoy loco. Quizás algo averiado. Perder recuerdos no es, digamos, una actividad sanitizante.
Un perro me sigue. No sé de donde salió. No lo espanté ni nada, no me caen mal los perros, pero pensé que no seguiría a un muerto que, además, no le da bola. Pero los malditos pendejos, apenas lo vieron, se abalanzaron sobre él y después de un par de caricias el quiltro decidió seguirlos. O sea que los sigue a ellos, no a mí. Pero como esos niños son mis recuerdos, pues lo cierto es que me sigue a mí que soy lo único real delante de él.
Si un muerto translúcido es real, claro está.
Uno de los niños se sube sobre el perro y a él parece no importarle. Otros lo toman de la cola y la llevan en alto, como si fuese a tocar el suelo y ensuciarse - como si estuviese limpia -. Todos caminan junto a él y me ignoran. Pero el perro me sigue a mí, porque ellos no existen, o por lo menos sólo existen para mí, y sólo hasta que deciden lanzarse contra algún automóvil y vaya, allá va uno. Qué bella sonrisa más desagradable. Abre los brazos justo un segundo antes de ser golpeado. Cae al suelo y olvido algo casi sin darme cuenta.
El perro ni se inmuta. Lo dicho; me sigue a mí. A mi olor. Esos enanos no huelen. Yo estoy sucio y muerto y hiedo. El perro sabe perfectamente donde estoy y, aunque corriese como un enfermo para alejarme de él, me encontraría. El olfato de un perr--
Pero claro. Olor. Perfume. Sara.
Corro a la plaza donde estaba el vagabundo. Espero que el aroma de Sara sea tan fuerte como yo lo recuerdo. Tan poderoso como para que el perro decida que es importante.
Al llegar al lugar y notar que Sara, aunque no está, aún no se ha ido, siento suficiente dolor como para llorar la desgracia de estar vivo. Bueno, muerto, pero consciente y justo aquí. Para no derramar lágrimas translúcidas enciendo un cigarrillo. El perfume de Sara traspasa el humo. El perro me mira pero sé que no me entiende. Así que agarro a uno de los niños y, luego de un par de golpes, le grito. Haz que siga el rastro de Sara, pendejo de mierda, o te dejo la cara plana. El niño me mira, le dice algo al perro, algo a los otros enanos y luego corre a abrazar un Peugot. El perro sale disparado.
Lanzo el cigarrillo al suelo y enciendo otro mientras empiezo a correr. Estar muerto no cambia en nada mi deplorable estado físico. Pero ese quiltro es mi última esperanza de encontrar a Sara, y si lo pierdo estaré yo también perdido. Menos mal que los niños colgados en su espalda retrasan un poco su carrera.
Pero claro, nada es tan fácil como para que me resulte, y de pronto un flash en el cielo. Luego de la foto el consiguiente trueno y por último la lluvia torrencial y el rastro que se pega al suelo y desaparece. El perro busca, el perro corre de aquí para allá, el perro lloriquea y finalmente se detiene. Me mira con cara de pedir disculpas.
La lluvia me cae por la cara y parecen lágrimas. Es lluvia salada. Pongo mi mano sobre la cabeza del perro. No te preocupes, huevón, no te preocupes. La mala suerte es mía, no tuya. Vamos a buscar algo de comer por ahí.

lunes, mayo 09, 2005

Noventa y ocho


Siempre quise fumar en una estación de metro. A ser posible la más profunda. No sé cuál es, pero ésta a la que me arrastran los niños no está mal. Al menos sé que el suelo puede aplastarnos.
Estoy muerto. Mejor; soy translúcido. Saco un cigarrillo doblado como pene post-coito de la cajetilla arrugada y me obligo a enderezarlo con los dedos, víctima de una estúpida imagen mental. El fuego surge, la boca besa, el humo sube y es genial imaginarse al pobre tipo encargado de las cámaras viendo cómo un fantasma fuma en el andén mientras los guardias le aseguran que allí no hay nadie, que está vacío, que de qué humo está hablando.
Cigarrillos translúcidos Translucky Strike. Ellos no pueden verlos, usted puede sentirlos, sus pulmones siguen muriéndose. No sé qué carajo pasará cuando mis pulmones finalmente llamen a la huelga del sindicato.
Lo niños juegan por la estación. Ríen como niños, corren como niños, esto es desagradable. Uno se sienta junto a mí. Está callado y triste. Qué te pasa, pendejo. No soy nada. La media hueá, yo tampoco. Tú eres un escritor translúcido.
Casi me río, pero prefiero tirarlo al suelo y patearle la cara. Le sangra la nariz.
Un tren se acerca.
Otra vez se sienta junto a mí, callado. Otro niño se le acerca. Le dice algo al oído. Luego corre hacia la vía y se lanza un clavado limpio y estilizado, justo a tiempo para ser reventado por el tren que recién comienza a frenar. En ese instante olvido algo. No tengo idea qué.
Qué te dijo. No me contesta. Qué te dijo, mierda.
El tren se va.
Siempre llegas tarde a todas partes. Ahora yo guardo ese recuerdo.
Pasa un rato.
Y qué recuerdo guardabas antes.
Otro.
Se acerca otro tren.
Cuál.
Ya no lo sé. Y tú tampoco, lero lero.
Después de un par de codazos en su nariz lo tomo y yo mismo lo lanzo a la vía electrificada. Luego de un rato de espasmos y espuma en la boca aparece el nuevo tren y lo aplasta. Olvido algo. No sé qué.
Se acaba el cigarrillo y salgo a la calle. Llueve. Todos caminan con cara de lluvia, las parejas se aprietan como siameses y juntan sus manos como si sujetasen un paraguas. No puedo ver una sola gota, no puedo ver ningún paraguas abierto, el suelo está seco. Pero sé que llueve.
Otro cigarrillo, las manos en los bolsillos y si hubiese un poco de jazz tal vez me gustaría sentirme Jack Kerouac. Sólo se escucha un bolero a lo lejos, un bolero viejo de bar, un bar lleno de felicidad, una felicidad que hace que tu cara parezca triste, una tristeza que sólo puede nacer del despecho, un despecho que no debió nacer porque el amor ni siquiera nació, un amor que sólo fue una sombra solitaria bailando tango sin pareja, un tango que ya nadie quiere cantar porque para qué cantar esas canciones tristes si los ebrios prefieren un bolero.
No soy Jack Kerouac, no soy un ebrio feliz y triste, no soy un tango, no soy un bolero. Pero huelo su perfume, aquí en esta plaza, aquí en esta banca, aquí donde duerme este mendigo estuvo sentada Sara.
Quizás me estuvo esperando, pero llegué tarde.
Los niños examinan al mendigo en silencio. La sonrisa con la que duerme es la única evidencia que necesito. Sonríe porque el olor de Sara aún está aquí. Un olor que es como un bolero.

jueves, mayo 05, 2005

Noventa y nueve

Me levanto. No hay huellas de mi espalda. Carajo. Los muertos no pesan nada.
No es que haya huido; Sara nunca estuvo aquí. Y sin embargo... el que haya huído de mí es tan factible como las más normal de mis ideas. Que me haya olido antes de verme, que se haya imaginado lo peor, que haya entendido que si uno inventa a una mujer obtiene, inmediatamente, ciertos derechos. Que uno no escribe por diversión, mucho menos por vocación, sino por culpa de una mente enferma, un cerebro totalmente fundido, un corazón tan negro y podrido como mis pulmones que, sponsored by Belmont, Viceroy, Lucky Strike, Camel y tantos otros, van directo a CancerLand. O al menos allá iban, hasta que alguien me pegó un tiro y me voló la cabeza.
Estoy muerto, pero sigue doliendo.
Y Sara no lo hace más fácil, corriendo como posesa, pensando quizás qué cosas de mí. Y el reasto del mundo seguro no lo hará más fácil, diciéndole quizás que cosas de mí. A veces desearía matarlos a todos, pero ya sé que alguien más lo hará y espero que sea el mismo que me mato a mí, para poder verle la cara por fin a ese hijo de puta.
Como si pudiese hacerle algo. Mal que mal él tiene la pistola.
La calle está fría hoy. Literalmente; tocar el pavimento húmedo del atardecer, justo cuando la luz verde desata la carrera de autos, se está convirtiendo en un hábito. Será que no me ven, será que soy demasiado translúcido (¿o muy poco?), será la ropa negra, qué se yo. Los autos no me ven, y aún no he decidido probar si la piel de muerto es a prueba de automóviles. Quizá en los próximos días me anime a declamar algún poema de Ginsberg mientras un Fiat, o a lo mejor un Peugot me atraviesa o me revienta, una de dos.
Los recuerdos salen poco a poco de mi cabeza, como niños saliendo por las ventanas de una casa de juegos, niños-recuerdo que me rodean, que se ríen, que me miran, como si no supieran quién soy, qué hago aquí entre ellos. Los malditos no se toman de las manos y salen todos corriendo, no puedo agruparlos, formarlos en fila y devolverlos a mi mente enferma. Como todos los niños, ni siquiera miran hacia dónde corren, tan sólo lo hacen. Y así van siendo espachurrados por los tanques que atraviesan la calle, y así voy perdiendo uno a uno todos mis recuerdos. Allá va el nombre de mi madre, o la fecha de mi cumpleaños, o quizá algún vergonzoso episodio que más convendría olvidar y ojalá quede bien aplastado el pendejo. El recuerdo.
Esta calle la conozco. O al menos eso creo. A lo mejor ser translúcido afecta a la vista.
Saco un cigarrillo. Me siento en el borde de la acera. Hay algo de luz, pero no importa. Un niño se lanza contra los automóviles. Pienso en Sara. Luego pienso en otras personas, amigos, familia. Todos tan lejos, tan vivos, bueno, quizá algunos no tanto. Estoy cansado.
Enciendo el cigarrillo y decido pasar la noche mirando a mis recuerdos agonizar en el pavimento. Hoy no tendrás por qué correr, Sara. Nadie te va a perseguir.

martes, mayo 03, 2005

Fin

Está lloviendo. No está lloviendo. Está lloviendo. Carajo. No veo nada. Camino hacia adelante. Mi estómago grita. Qué hambre, por la mierda. No sé nada. No sé qué me espera adelante. El barro, la noche, el frío, el hambre, el puto dolor de cabeza que no se irá, lo sé, no se irá.
Si tan sólo Sara... no. Sara no existe. Existirá, eventualmente, cuando logre distinguir su cara entre la noche y sus nubes y su niebla que, lo reconozco, aquí en Santiago apenas si merece llamarse niebla y sólo un par de noches al año. Seguro que en una de esas noches tan raras - buscadas por coleccionistas, lo sé - se paseará Sara por alguna calle tan cerca de aquella por la que camino que sería ridículo que el azar nos juntase, porque eso no pasa en las ciudades cuadriculadas, sólo en las ciudades literarias. Y de ésas nadie puede salir, son círculos infernales donde todos caminan el mismo paseo cada día.
Creo que tengo fiebre. Y la lluvia que no se decide a caer. O quizás se evapora al tocar mi cuerpo. O quizás sólo quiere bañar a Sara y tocarla, besarla, recorrerla. Y a mí dejarme sucio y maloliente. El barro.
Yo sé que la noche me dejará verla. Yo sé que no quiere librarse de mí. Yo sé que Sara no corre con miedo por las calles, pensando que puedo encontrarla y perseguirla sin descanso hasta la vitrina de cualquier librería. Ningún libro la defenderá.
Y luego me la llevaré.
Quién de todas estas mujeres será Sara. Cuántas de todas estas mujeres realmente existen. Desde cuándo es que estoy muerto sin darme cuenta. Quién me habrá volado la tapa de los sesos. Cómo logrará Sara distinguirme de las sombras que no son fantasmas.
No deberían dejar a los muertos pasear solos por las calles. A los muertos no nos debería doler la cabeza. Ni darnos fiebre.
No debería haber soñado con Sara antes de encontrarla.
Pero quizás esté en casa, después de todo. Quizás me quite la ropa mojada y quizás no estoy tan muerto después de todo. Quizás no soy invisible.
Quizás sólo soy translúcido.