Noventa y siete
Llueve. No llueve. No sé. No importa. Estoy muerto. Quizás no. Pero sé que sí. Pero quizás no.
No estoy loco. Quizás algo averiado. Perder recuerdos no es, digamos, una actividad sanitizante.
Un perro me sigue. No sé de donde salió. No lo espanté ni nada, no me caen mal los perros, pero pensé que no seguiría a un muerto que, además, no le da bola. Pero los malditos pendejos, apenas lo vieron, se abalanzaron sobre él y después de un par de caricias el quiltro decidió seguirlos. O sea que los sigue a ellos, no a mí. Pero como esos niños son mis recuerdos, pues lo cierto es que me sigue a mí que soy lo único real delante de él.
Si un muerto translúcido es real, claro está.
Uno de los niños se sube sobre el perro y a él parece no importarle. Otros lo toman de la cola y la llevan en alto, como si fuese a tocar el suelo y ensuciarse - como si estuviese limpia -. Todos caminan junto a él y me ignoran. Pero el perro me sigue a mí, porque ellos no existen, o por lo menos sólo existen para mí, y sólo hasta que deciden lanzarse contra algún automóvil y vaya, allá va uno. Qué bella sonrisa más desagradable. Abre los brazos justo un segundo antes de ser golpeado. Cae al suelo y olvido algo casi sin darme cuenta.
El perro ni se inmuta. Lo dicho; me sigue a mí. A mi olor. Esos enanos no huelen. Yo estoy sucio y muerto y hiedo. El perro sabe perfectamente donde estoy y, aunque corriese como un enfermo para alejarme de él, me encontraría. El olfato de un perr--
Pero claro. Olor. Perfume. Sara.
Corro a la plaza donde estaba el vagabundo. Espero que el aroma de Sara sea tan fuerte como yo lo recuerdo. Tan poderoso como para que el perro decida que es importante.
Al llegar al lugar y notar que Sara, aunque no está, aún no se ha ido, siento suficiente dolor como para llorar la desgracia de estar vivo. Bueno, muerto, pero consciente y justo aquí. Para no derramar lágrimas translúcidas enciendo un cigarrillo. El perfume de Sara traspasa el humo. El perro me mira pero sé que no me entiende. Así que agarro a uno de los niños y, luego de un par de golpes, le grito. Haz que siga el rastro de Sara, pendejo de mierda, o te dejo la cara plana. El niño me mira, le dice algo al perro, algo a los otros enanos y luego corre a abrazar un Peugot. El perro sale disparado.
Lanzo el cigarrillo al suelo y enciendo otro mientras empiezo a correr. Estar muerto no cambia en nada mi deplorable estado físico. Pero ese quiltro es mi última esperanza de encontrar a Sara, y si lo pierdo estaré yo también perdido. Menos mal que los niños colgados en su espalda retrasan un poco su carrera.
Pero claro, nada es tan fácil como para que me resulte, y de pronto un flash en el cielo. Luego de la foto el consiguiente trueno y por último la lluvia torrencial y el rastro que se pega al suelo y desaparece. El perro busca, el perro corre de aquí para allá, el perro lloriquea y finalmente se detiene. Me mira con cara de pedir disculpas.
La lluvia me cae por la cara y parecen lágrimas. Es lluvia salada. Pongo mi mano sobre la cabeza del perro. No te preocupes, huevón, no te preocupes. La mala suerte es mía, no tuya. Vamos a buscar algo de comer por ahí.