viernes, octubre 07, 2005

Noventa y uno

Las noches son cada vez más oscuras.
La Luna crece allá arriba. Unos tipos callados desafían al frío y cambian las luces de la ciudad por unas más brillantes. El progreso. No hay nubes, sólo claridad.
Pero las noches, mis noches, son cada vez más oscuras.
Siento mareos. A veces me caigo, a veces sólo tengo que sujetar alguna pared para que no caigamos los dos. Frito me mira y mueve la cola. Lo insulto y deja de hacerlo. Los niños se ríen. Pateo a un par y se callan. Luego recupero mis fuerzas y sigo caminando.
No hago más que caminar, y ya ni siquiera eso es divertido.
Todo se hace plano, habitual, común. La unicidad de cada individuo, evento, momento; todo se va a la mierda poco a poco. Sólo yo soy único, en cierta forma, y sólo porque no he encontrado a ningún otro muerto que aún camine por el mundo. Que sólo camine.
No es genial ser único. No así. Pero es peor ver que todo es lo mismo, y no ser parte de ello.
Hay millones de perros como Frito. Su desaparición sería fácilmente cubierta por alguien más. Estos niños de mierda, mis recuerdos. Quién no tiene recuerdos. Quién no olvida. Sólo que, en mi caso, olvidar es una palabra algo suave para representar la matanza que debo ver cada día. Vaya, justo ahora un niño sube a un poste de luz. Trepa entre los tipos que cambian la luz. No lo ven. El enano me sonríe y luego toca el cable. Los tipos no se dan cuenta de que un niño se fríe junto a ellos. Algunas chispas translúcidas me saltan en la cara.
Sigamos caminando.
Todos queríamos ser únicos. Todos pensábamos que lo éramos. Que uno era único per se, que los demás te hacían único. Eres única porque te amo. Soy único por ustedes, que me aprecian.
Mierda de caballo.
Todo es lo mismo y no deja de repetirse. Las noches, los días - aunque no esté ahí para verlos -, las estaciones, las personas, las vidas, las vueltas, las sensaciones, los momentos exactos. Repetidos hasta el infinito.
Cada uno de mis pasos. Volverá. A. Suceder. Eventualmente.
Todo esto dicho, cómo no soñar con Sara y pensar que es única. Si no lo creyese esta búsqueda no tendría sentido. Para qué buscar lo que se repetirá. Sólo bastaría sentarme y esperar. Estoy muerto, tengo tiempo de sobra.
Pero las conclusiones son demasiado pesadas. Las noches demasiado oscuras. Sara no puede ser única, aunque yo quiera creerlo así. Sara, como todo, se repite. Qué pena. Pero, además, puede que no aparezca una Sara después de la anterior; puede que aparezcan varias al mismo tiempo.
Qué pena.
Debe haber otras Saras, por ahí, dando vueltas. Y hasta que no vea otros muertos deambulando por ahí, puedo pensar que todas ellas están ahí para que yo las encuentre. Me pregunto si podré encontrar alguna.
Me lo sigo preguntando cuando escucho el grito. Un grito de mujer.
Están matando a Sara otra vez, pienso.
Momento. El muerto soy yo. Sara estaba... carajo. No logro recordarlo.
Ahora un grito de hombre. Ahí estoy yo, muriendo de nuevo.
Silencio.
De a poco, como cuando se va la luz y empieza la noche, un susurro que termina convirtiéndose en llanto. Un llanto lento, triste más allá de lo triste que siempre es un llanto. Triste, pero tranquilo.
Extraño. Hermoso.
La que llora es la mujer. Me provoca curiosidad. Habrá llorado Sara junto a mi cadáver. Habrá estado allí. Sí, estaba. No, lo cierto es que no lo sé. No logro recordarlo. Ni siquiera sé si ella me sabe muerto o no.
Curiosidad. Quiero verle la cara a esa mujer. Quiero ver al fiambre. Quiero imaginarme que somos nosotros, que soy yo, ahí tirado, que es Sara, llorando. Voy a inventarme un recuerdo. Los niños callan.
El llanto me lleva a un callejón. Camino hasta el fondo y todo es como lo pensé: un mujer en el suelo, llorando, un cuerpo entre sus brazos. Sonrío. Lo siento.
Saco un cigarrillo. Qué importa, ella no puede verme, él ya no puede ver nada. Fumaré mientras los observo. Con cuidado. Para capturar cada detalle y luego convencerme a mí mismo de que esa fue mi muerte. Qué tristeza.
La mujer levanta la cabeza. Su mirada pasa justo a través de mí. Mi sonrisa se ensancha. No puede verme y, sin embargo, siento un pequeño escalofrío. Uno se acostumbra a que, cuando un par de ojos apuntan hacia tí, es porque te pueden ver. Ya no es cierto.
Pero su mirada pesa. La noche es tan oscura. Y pesada.
Las lágrimas de la mujer son extrañas. Rojas, como la sangre. Aún así se ven hermosas en su rostro pálido y desencajado. Resbalan por sus mejillas. Una se condensa al borde del abismo, lentamente, a punto de caer.
Cae. Junto con mi cigarrillo.
Ella puede verme. A mí, al muerto, al translúcido. No sé como. Ella me ve. Lo sé.
La lágrima roja ha estallado en el suelo. Se ha formado un charco diminuto.
La noche por fin me ha aplastado.